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Amanecer de polvo

-¡Bájame la mesa!- Me gritaba Sarita desde el portón. ­– ¡Ya casi son las siete David, ya es bien pinche tarde!-

Mi mamá llevaba años vendiendo comida en estas calles. Me levantaba desde temprano para ayudarle a poner el puesto. Yo un chamaco de 15 años. Ella una mujer madura, de esas que tuvo casa, pero que se forjó en la calle.

Por eso, la rebeldía que irradiaba de mis pensamientos siempre me la traía a raya.

-¡Ya voy! ¡No me estés gritando! ¡Ya sé lo que tengo que hacer!- Le contesté.

-¡Te voy a dar un cachetadón donde me vuelvas a responder así!

Como sí era capaz de hacerlo, mejor me callaba.

Bajaba las escaleras con problema, porque aunque la mesa era plegable, sí estaba ancha, y las escaleras eran muy angostas. Con mucho esfuerzo, Sarita nos había traído a mis hermanos y a mí a unos nuevos departamentos por San Antonio Abad, en la colonia Tránsito. Toda la vida habíamos estado en el mero centro, y su puesto estaba no lejos, ya en la salida a Tlalpan, en la esquina con la calle de Manuel José Othón. Por eso Sarita nos había traído aquí, para no desacostumbrarnos tanto.

Pusimos el puesto. Los coches pasaban, ya bastantes, ya rápidos.

-¡Buenos días Sarita!- Dijo una voz delgada. 20 años. Una boca roja de pintalabios. De inmediato los dientes blancos y parejos. Más arriba la nariz pequeña.

Y sus ojos. Si el sol ya había salido, era nada a comparación con la luz que reflejaban.

Como hubiera querido oler en ese momento a loción, y no al ahumado de los carbones que estaba yo prendiendo en el comal. Cómo hubiera querido no tener esa edad, y mejor la de ella o más. Cómo hubiera querido abrazarla y nunca dejarla ir. Su vestidito azul marino con bolitas blancas. Su suéter tejido blanco. Su cabello largo agarrado con una pinza; y su bolsita rosa sencilla, donde ella seguramente ponía los enseres que las mujeres siempre necesitan.

-¡Julietita, qué guapa se ve hoy niña! ¿Ya a trabajar? ¿Y esos claveles? Ándele, que se me hace…- Dijo mi mamá mientras se limpiaba la masa con agua en el mandil.

-Sí Sarita, ya es hora. Voy tarde. Hágame un favor: prepáreme algo y llévemelo al taller por favorcito. Que sean una de queso y una de tinga. Yo le aviso al poli ¿sí? ¡No sea malita!

-¡Yo se lo llevo mamá!- Dije antes que mi mamá respondiera, y ella volteó a verme con ojos de pistola. Julieta solo me sonrió.

-Órale pues. Ya que el David anda bien hacendoso pues hay que aprovechar.

-¿Y los claveles? Pues… -aclaró de inmediato- Los compré para la virgencita. Me gustan mucho los claveles, y seguro a ella también. Toma –me dijo- te adelanto tu propina.- Y tomó uno blanco del manojo para dejármelo en la mesa.

–Ahí te veo.

Y se fue.

Con su olor a dulce, con su bolsita rosa, con su ilusión matutina, Julieta se fue.

Mi mamá me volteo a ver y me dijo:

-¡Qué cabrón eres! No más no quiero que andes de loco, y menos con una más grande que tú ¿eh? Me da gusto que ya seas un muchachito y no un niño, pero ésta se ve que es cuzca. Ni se te ocurra ¿eh? Y no vayas a andar dejando chamacas embarazadas…

Me hice menso. Rapidito prendí el fogón. Puse el aceite. Preparé todo. Ya no más faltaba que mi mamá las empezara a hacer. Me apuré porque entonces la vería.

Salieron rápido las quesadillas, y yo ya me hacía saludándola, acariciándole la mano en una milésima de segundo cuando le diera su encargo.

-Ni creas. Voy yo- Me dijo Sarita. Casi doy el grito del coraje. –Mientras, sigue cortando papel.- Y se dio la vuelta hacia donde estaba el taller.

“No puede ser, ora hasta mañana…” pensaba y apretaba los dientes con tensión. Yo creía que me había amuinado tanto que hasta me empezaba a sentir mal, como mareado.

Era como si mi coraje fuera tal que una fuerza me naciera en la cabeza, me bajara por el cuerpo, y no llegara a detenerse a mis pies, sino que se fuera extendiendo más allá, hacia la tierra, cual ondas expansivas de frustración y tristeza, haciendo tronar el suelo a partir de donde yo estaba.  En serio lo sentía. Hasta que vi el aceite del comal. Éste se bamboleaba cada vez más, al grado de desparramarse fuera de la plancha. Brinqué a un lado para que no me quemara. La gente empezó a salir corriendo de todos lados. No había mucho que hacer más que apanicarse y dejarse llevar por el miedo.

“¡EESTAA TEMBLANDOO!” gritaban.

¡Qué rápido cambiaban mis emociones en ese momento! La circunstancia me hacía ser más voluble que mi propia naturaleza de puberto.

Se oían crujidos, que hacían composición con los gritos de miedo. El tren del metro se detuvo un momento y se veía que la mitad aún seguía adentro. Se bamboleaba también. Columnas de humo y polvo empezaban a salir por varias partes de la ciudad. Estaba pálido e intentaba aferrarme a la tierra, pero ella misma me rechazaba con su zangoloteo violento y enemistado. Mi madre apareció y tenía la cabeza blanca de polvo. Me abrazó. Traía aún el pedido de Julieta en la mano y lo dejó caer para agarrarme. No había alcanzado a llegar al taller cuando vio cómo el edificio de 11 pisos en donde se encontraba, se había convertido en 4 como un acordeón de varillas y concreto. Bastaron poco más de 2 minutos –que parecían infinitos- para volver a sentir la tranquilidad en los suelos.

Sarita se soltó a llorar. Las lágrimas le pintaban surcos en la cara al borrarle el polvo. “¡Tus hermanos!” Me dijo y corrimos al departamento. Con miedo subimos al 5to piso y ahí estaban despiertos y llorando. Desde ahí se notaban más las humaredas. El sol asomaba un poquito más fuerte. Algunas  azoteas habían desaparecido.

Estábamos muy asustados. Mi mamá me dijo que fuéramos por el puesto. Cuando llegamos una mujer pasó con un niño en brazos que tenía la cabeza llena de sangre. Fue cuando mi mamá se quitó el mandil y se lo dio, y vi como el azul se transformaba en un escarlata oscuro.

-Vamos a necesitar la comida. Vamos a guardarla- Me dijo. –Se cayeron muchos edificios por aquí…- Y fue cuando me contó lo del taller donde trabajaba de costurera Julieta. Miré el clavel blanco sobre la mesa.

¡Julieta!

¿Dónde estarás?

Corrí. Y mi madre detrás.

-¡David por favor, por el amor de Dios!- Me gritaba Sarita. Sólo bastó con dar la vuelta a la esquina para ver todos los fierros retorcidos y los muebles de madera y de metal que sobresalían derruidos por rocas encima. Pedazos de tela empolvados, cambiando sus colores por tonos áridos y secos. Mucha gente encima quitaba las piedras. Otros llevaban picos y palas, y unos más usaban las varillas como palancas.

Mi mamá me tomó por el brazo y me jaló hacia atrás.

-¡Te prohíbo que te metas ahí! Estás muy chico y es muy peligroso… Los demás sabrán que hacer.

-No puedo…-Y me tiré al suelo a llorar. Después de 15 minutos, de literalmente sentir que el mundo se me había venido encima, me paré decidido a quitar piedra por piedra hasta encontrarla.

-¡NO!- volvió a gritar Sarita, mi madre.

Para esos momentos mi tío Javier ya había llegado con mis primos. Ya había visto que al menos nosotros estábamos bien. Oí cuando decía que se habían caído varias fábricas: la de Topeka, la de Probets…

Mi tío y mis primos me agarraron, me calmaron y me llevaron a otro lado. Pero yo quería ayudar y mi mamá no me dejó.

El sol empezaba a hacerse más latente, y a mí no me importaba. El polvo de los edificios caídos habían ensombrecido tanto mi vida, que los días venideros serían grises aún con el sol sobre mí. Pero ese mismo día, por la noche mi madre, Sarita, había decidido que la comida que en la mañana íbamos a vender se las daríamos a los rescatistas. Que iría a ponerse a donde siempre, y que regalaría la comida. En esos momentos no hacía falta dinero, sino esperanza, y sé que en cada alimento que preparó iba un pedazo de fe. Los refrescos también los regaló porque el agua probablemente estaba contaminada. Pero apenas y cubrió el hambre de algunos. Lo que teníamos para dar era nada. Yo fui nuevamente el primero en apuntarme a ayudarla porque sabía que estaría cerca y sabría así algo sobre Julieta. El terror se hizo más presente en la noche. Estábamos dando café y se escuchaban quejidos horrendos de gente que aún seguía encerrada. Gritos de mujer que hacían con el ruido de las maquinarias pesadas una sinfonía de desolación y tenebrosidad, voces que con los días se fueron apagando.

-¡Por favor mamá! Necesito ayudar, no sólo por Julieta, entiéndelo.

-David te he dicho que no y no me hagas encerrarte.- Respondía, y solo me quedaba el llorar.

Entonces la bolsita rosa de Julieta apareció. Era justo el final del tercer día. Habían sacado a una mujer que no estaba muerta, pero se notaba que tampoco alcanzaría a vivir más. La mujer envuelta en polvo y tierra era irreconocible a simple vista, pero yo creía ver en ella a Julieta. Una esperanza me albergó, si por lógica la bolsa estaba junto a ella. Rezaba porque fuera ella. Se la llevaron en la ambulancia. Pero mi tío me dijo que no era. “Se llamaba Guadalupe Frías, ya la reconoció su familia”, y la llama de la esperanza que alumbraba mi corazón desapareció.

Sacaban a las costureras en pedazos. Era muy raro saber que alguna quedaba viva. Y ninguna era la niña que yo quería.

También me enteré que ahí andaba su familia y me les pegué. Que la buscaban entre los muertos del estadio de béisbol. Que iban a los albergues. De las cosas de su mamá saqué sin que se diera cuenta una foto de Julieta que ya se estaba partiendo a la mitad. El desgaste y el tanto sacarla y enseñarla ya estaban provocando que se desprendieran los dos lados de papel. Así de partido había quedado también yo.

Decidí volver a unir a Julieta en su foto. Con una aguja y un hilo como todo lo unía Julieta, la costurera.

Y así, Julieta se fue.

Con su olor a dulce, con su bolsita rosa, con su ilusión matutina, se fue.

Nunca la pudieron encontrar, o no la pudieron reconocer. Ella era mi anhelo de entre los miles que esa mañana ya no vieron el atardecer, y solo me quedó rendirle homenajes con el corazón empolvado. Tres mil el gobierno decía que fueron, pero nosotros sabíamos que eran más.

Desde entonces claveles blancos les pongo, a la virgen y a Julieta. Aquí, en el predio del 151 de San Antonio hay una estatua de una mujer cosiendo la bandera de México. A veces duele, y en ocasiones escucho los lamentos dentro de la tierra, y vuelvo a sentir la impotencia desagarrando mis tímpanos. El olor a tierra me invade. Pero vengo a ver a la costurera, y acallo los dolores con el suave y ligero aroma de los claveles, que actúan como un tópico al más grande desamor de mi vida.

la costurera

Monumento a la costurera

 

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