Doña Mary

Doña Mary

-Era de las mejores cocineras de la colonia. Allá en Jardínes, todos la conocían por hacer delicias bien cabronas. Tanto así que, si te ofrecía un plato, no importaba que tan afritangado fuera, tú te lo comías: deglutir, devorar, tragar, saborear; llámale como quieras, porque al final te lo terminabas chingando.
-Órale pues. Lástima que no pueda cocinar acá adentro en Santa Martha…
-¡Uy! pues ahí te va el chisme de porque la entambaron.
-¿A poco ya te enteraste?- dijo la otra mujer incrédula, con el cabello largo y graso, la cara deslavada y el seudo uniforme color caqui. Las manos estaban entrelazadas entre las rodillas, y los ojos se abrieron pelones para acompañar a una mueca leve, como una niña que espera a escuchar el cuento de hadas que tanto ha añorado.
La otra reclusa, animosa y gesticulante en su hablar, primero sacó una manzana del bolso de su filipina también caqui, le dio una mordida que atronó en lo hueco del cuarto, opacando por un momento los murmullos del resto de las mujeres que afuera buscaban escupir palabras al aire, para que al menos éstas se liberaran con el viento.
Una vez moviendo los dientes para triturar el pedazo de la fruta que había arrancado de cuajo, saco la lengua y se relamió entre los dedos el jugo que lentamente iba resbalando entre ellos. Y todavía sin terminar de deglutir, continuó:

-Pues has de cuenta que tenía a su viejo, un cabrón jijo de la chingada parrandero, de esos que nada más están chingando. Ese wey era de los que se paraba allí en la avenida con su dizque taxi…

-¡Ay si! creen que nada más porque es blanco, ya sirve pa´llevar y traer y pues nel. Pero bueno, síguele manita.
Fue ese breviario cultural una oportunidad para otra mordida, que conllevaba nuevas relamidas a la mano. Entonces siguió:
-Pues este pinche viejo, haz de cuenta que agarraba a Mary…
-¡Doña Mary!- interrumpió intempestiva la otra -No seas pinche igualada.
-¡Ta bueno pues! El cabrón éste de don Alejo, luego se iba de putas y se gastaba lo poco o lo mucho que ganaba y ni gasto le daba a la doña. Fue por eso que decidió poner su puesto en el que vendía de toda la rica y bonita gastronomía fritanguera. Al principio sólo eran pambazos, quesadillas, sopes…
-¡Ay, pendeja cállate! me estas antojando…
-Urge salir a comer comida de esa, pero ya faltan menos añitos.
-Bueno ya no te distraigas, síguele.
Otra mordida más. La manzana disminuía de volumen, y ahora la mujer que fungía como emisora de las nuevas noticias, se limpiaba en la filipina para evadir lo pegajoso del jugo, y prosiguió:
-Pues éste wey no nada más llegaba borracho y a veces hasta miado, sino que le pegaba bien feo. Luego corría a los chamaquillos de la casa en la madrugada. Los despertaba y les decía que se salieran un rato al patio porque tenía que hablar con su mamá. Para cuando los escuincles salían, la doña ya estaba toda desgreñada y ya tenía el cachete inflado del primer manazo. De ahí se oían los chillidos porque la sometía y se la cogía a fuerzas.
-¡No mames! Mi viejo me hace eso y le doy una patada en los huevos. ¿Y los sacaba así al frío nomas por sus tanates? ¡Qué pendejo!
-El chiste es que ella aguantó muchos años así. Éste cuatito nomás se pasaba de listo y nadita de gasto, te digo. Pero ella escondía el dinero de las ganancias del puesto porque ése le daba baje. Ella decía que quería la lana para comprar animalitos, criarlos y venderlos para tener otra entradita. Ya luego oíamos que en su casa había gallinas, y hasta un puerco.
-¡Ah pues yo llegué a la colonia cuando ya tenia granja. Luego apestaba re feo por el chiquero ¿no? Me dijo mi tía que sobre todo si llovía…
-Pues si, pero la doña siempre fue bien chida con la banda. Si iban los demás chamaquillos sin lana, les fiaba un taco, aunque supiera que no se los podían pagar.
Más manzana a la boca. Las dos amigas, unidas por una sentencia, seguían sentadas a la orilla del catre, y de vez en vez la luz que entraba del pasillo de la celda se interrumpía con la sombra de las reclusas que pasaban caminando por fuera. Era horario abierto, pero casi caía el ocaso de un día que ellas no adivinaban ni su número ni su mes, pues ahí todos eran iguales, y nos les importaba conocerlo, sino era para saber cuanta condena habían purgado, y cuanto más faltaba para pisar suelos libres de nuevo. Una duda asaltó a la narradora.
-¿A poco nunca comiste en su puesto?
-Pues no, nunca. Sí sabía que estaba sabroso, y que le caía mucha gente. Pero no se me antojaba mucho. Yo vivía hasta la entrada de la calle, abajo del cerro. Y subir hasta allá… No pues no. Además, yo soy más de tacos.
-Pues ahí está lo bueno mana. Resulta que la doña quizo ampliar su carta con más comidita, y entonces empezó a meter tacos. Así nomás ¡Pum! de chingadazo. Y estaban ricos. Con cebollitas, nopales, y unas salsas bien perras. De hecho, antes de que entráramos acá por farderas, yo fui a comer de longaniza y de enchilada y no mames.
-Bueno sí mana, ¿Pero donde está el pinche delito cabrona? Ya me la estas haciendo de emoción…
-Ahí te va, y no me presiones que no llevamos prisa. ¿O qué? ¿Tienes cita con tu marido? ¿Vas a ir al cine o qué? – Dijo con tono burlón mientras le daba un empujón al hombro a la cómplice.
-¡Pendeja! Bueno ya dime que chingados pasó.
-Pues dice el Benny que la doña salía a vender con su puesto de la casa, pero que el marido desapareció así no más. El carrito blanco, el «taxi» lo metieron al patio los hijos a bola de empujones, porque ni gasolina le había dejado el Alejo ése.
Entonces la mujer se paró un momento, dio otra mordida a la manzana, se asomó hacia afuera de la celda como para cerciorarse que nadie estaba cerca para escuchar, regresó a sentarse y dijo en tono de cuchicheo:
-Pasaron días. La doña como si nada, haciendo tacos. Cuando los amigos del viejo iban a preguntar por él, ella decía que probablemente se había ido con una de sus putas, y que mejor para ella porque nomas puros problemas daba. «Que se vaya a chingar a otra parte, aquí ya no lo queremos» respondía. Y pues con toda la colonia sabiendo su situación, ¿tú crees que les extrañó?
-Nel. Pero no me digas que…
-Si.
-¿Neta? ¡Que pinche asco wey! ¿No te da cosa que la carne que comiste era de cristiano?
-No pendeja, la carne no. Esa sí era de animal. Dice el Benny que salió en las noticias que hicieron pruebas a la carne y pues que esa sí era buena.
-¿Entonces?
-Agárrate chango que ahí te va la liana. Resulta que agarró al don y lo durmió con clonazepam que le daban en el seguro cuando iba a atenderse porque «se había caído», pero pura mentira porque era por los madrazos del wey. Pero ella decía que le daban vértigos porque no dormía bien, y que por eso se caía. Pues entre el paracetamol y otras madres, le recetaban eso, y pues que lo duerme. Luego le cortó la yugular, y así dormido lo dejó desangrarse.
-Ah no ma… ¿Y el sangrerío? ¿A poco no se iban a dar cuenta por eso?
-No, si pendeja no es. Agarró y puso cubetas, las dejo llenar de sangre hasta la última gota. Así estuvo toda la noche. Los hijos, ya grandes, pues estaban cada uno juntados con las novias y ya no vivían ahí, y pues ella sola se encargó. Dicen que se esperó, sentada, a ver al viejo como se lo cargaba la chingada. Cuenta el Benny, que en La Prensa salió, que confesó que él siempre le decía «Tengo sangre de cabrón. Y tú tienes sangre, pero de atole, ¡de pendeja!». Pero que ella en esta ocasión le dijo al oído ¡Ah! Porque ya sabes que los muertos siguen oyendo después de un rato de pelarse «Pues no tienes sangre de cabrón. Tienes sangre de mierda y te lo voy a demostrar Alejito».
-Pues sí…
-Pues eso. Que hizo moronga; mo-ron-ga. Que sí, efectivamente, ese mismo día también mató al cochinito en la mañana, que lo desangró del cuello y chillaba y todos en la colonia oían. Pero que de él si se compadecía, y le lloró poquito y le decía «pobrecito animalito, mira lo que tengo que hacer por culpa de un culero como éste.» Y al otro día, ¡Zaz! Ya había tacos: de carnitas, de enchilada, de chorizo, y por supuesto, de moronga. Que una mercancía se la traían de Toluca, y otra ella misma la hacía.
-¿Y cómo la descubrieron?
-Pues al don lo enterró en el patio. Luego le pidió a los hijos que fueran a su casa a meter el carro de su padre porque se había ido de putas y ya le había advertido a ella que ya la iba a dejar. Pero no era cierto, mija. Un perro fue a desenterrar un brazo, porque la carne si la enterró, pero la sangre no.
-¡Jija! Bueno, pero ese wey se lo merecía. Y es cierto, porque la gente que comió de esa moronga, obviamente después la cagó…
-…y así la sangre «de cabrón», se volvió mierda…
-…como la caca que era. Maldito.
-Y ahora por eso Doña Mary está aquí.
Entonces la mujer dió una última mordida a su manzana, se levantó a guardar los restos en una bolsa de papel en donde había más basura, volteo hacia afuera, levantó la mano e hizo una forzada sonrisa de saludo. Una sombra se disminuía hasta que la persona que la originaba pasó por fuera de su celda y saludo con una voz de señora dulce y armoniosa.
-¡Buenas noches muchachas! Vecinas allá y ahora vecinas aquí.
-Buenas noches doña Mary. Pues sí. Ahí si necesita algo nos avisa.
-A ver si me dejan meter masita, y un guisadito y les hago quesadillas.
-A ver doña, es que aquí son re especiales- Contestó la otra mujer, también con una pequeña y forzada sonrisa.
Un altavoz sonó. Las tres mujeres se dispusieron entonces a ver cerrarse las puertas de la que era, sin saber por cuanto tiempo, su morada.

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Nauyaca y sombrero

chinaco

La mujer caminaba entre matorrales sobre la brecha creada a base de pasos anteriores: padres, abuelos y más estirpe ya los recorrían desde antes de que ella naciera. Su misión esa tarde era atravesar la sierra montañosa para llegar a los sembradíos y hortalizas.

Era joven, no más de 23 años, y su piel cobriza tenía ausencia de daño por el sol que diario irradiaba en esos lares; por el contrario se antojaba tersa, cuidada y lozana, quizá por la genética, quizá por la edad, y muy a pesar de que recientemente ella había estado a punto de morir en su último parto.

Madre primeriza, la mujer llamada Epifanía justo pensaba en lo cerca que ella y el más pequeño habían estado de escuchar los susurros de la muerte por una preclampsia, complicación declarada por la partera, pero con otro nombre más coloquial.

La situación se había superado de la nada, después de que el marido saliera corriendo del jacal hacia el monte con lágrimas que le borraban la vista,  para no ver morir ni a la mujer amada ni al hijo esperado. Pero ello no sucedió. Al poco rato se superó la crisis, y el marido había vuelto como si nada para besar en la frente a su concubina, mientras envolvía entre sus brazos a la criatura.

Volviendo en sí de aquel recuerdo, la mujer continuaba su camino con un canasto de mimbre toscamente tejido que pendía de su antebrazo, altamente útil para llevar y traer comida. Entonces lo diviso de lejos: su marido estaba en pleno jornal, pero pendiente de su llegada se levantó y la saludo meneando en lo más alto la mano. Con la coquetería de una enamorada ella se acercó y se dispuso a servirle.

Una vez que ambos comieron, levantó las servilletas bordadas, y se despidió con un beso. El trayecto de regreso contemplaba la prisa, porque el recién nacido seguro ya habría despertado y requería de ser alimentado con sus mamas. Para cuando ella había salido de su jacal, lo había hecho tranquila, con un sombrero redondo de ala ancha que la cubriera del sol, y con una canasta llena de comida. Pero cuando regresó, estaba histérica y exaltada, y solo Dios sabía en donde habían quedado el sombrero y la canasta.

Como el chamizo estaba relativamente alejado del resto de la ranchería, nadie se dio cuenta de lo que suscitaba. Con el niño demasiado pequeño, y la pena de Epifanía demasiado grande, nadie podía ya salvarla de un corazón reventado del susto por la impresión de algo que le había sucedido en la sierra. Para cuando su esposo llegó y entró a la casa, ella estaba tirada apenas pasando la jamba de la puerta, ya enfriándose del cuerpo, y con un montículo en el pecho donde se distinguían bajo la piel un ramal de vasos sanguíneos amoratados y rojizos que asemejaban a una macabra flor de perdigones. Y al fondo el llanto del niño hambriento.

Epifanía fue sepultada. Con los montones de tierra iban también las ilusiones de un esposo. Si para un hombre de campo no es fácil criar hijos, y tienden a encomendar la tarea a las madres, en esta ocasión era peor porque el niño prácticamente era un neonato. Tan pequeño era, que al poco tiempo él también partió para hacer compañía a su madre debido a la mala alimentación y el poco cuidado que el viudo en su depresión pudo darle.

………………………………………………………………….

La polvareda se levantaba por la aridez del camino, pero a Poncio eso parecía importarle poco. Aunque el sol requemaba como lumbre, tampoco le inmutaba, pues la embriaguez de su cuerpo le daba más malestar que cualquier intención de levantarse y guarirse de las inclemencias.

Ahí, tirado en el suelo como matorral, parecía haber echado raíces y la noción del tiempo no tenía cabida. Su pantalón caqui, ya estaba moteado de mugre, orines y manchas de tierra del mismo camino, y su camisola de algodón blanco ya lucia manchas amarillentas en el cuello, que junto a los rastros de vómito emanaban el olor rancio característico de los abandonados.

Junto a su casa, en pleno camino rumbo a los montes que confinaban a Oaxaca con Veracruz, cada día y cada noche se perdían en el infinito porque él así lo quería. No hay consuelo para quien pierde el amor a pesar de cualquier sacrificio para salvarlo, y Poncio era fiel testigo de ello. Si comía, si dormía, si defecaba, no lo sabía por el letargo constante y el automatismo.

Ráfaga tras ráfaga soplaba hasta que una más fuerte rechifló entre los ramales y las tejas de su casa. Por arte de magia, un perro negro de ojos amarillos apareció de un costado de la casa. De patas largas y pelo corto, el perro movía la cola campante, como ajeno a la situación del hombre que yacía tumbado. Entonces se dirigió hacia él y comenzó a olisquearlo.

-¡Ptss! ¡Bsss! ¡Vete perro pendejo! ¡Lárgate! ¿De dónde salistes? ¡Déjame!- respondió Poncio mientras daba de manotazos desde su posición boca abajo, con baba, acento y aliento de ebrio.

El perro seguía olfateando y emitía gruñidos amigables mientras con la pata trataba de tocar suavemente la cabeza del borracho al compás del rabo. Después dio una vuelta para dirigirse hacia la pared juntos a la entrada de la pequeña choza y se echó sobre sus patas traseras.

Apenas Poncio volvía a voltear la cabeza para acomodarla sobre el suelo terroso cuando la voz de un hombre lo hizo regresar en un santiamén. Entonces, en el lugar del perro estaba un hombre de gran sombrero, elegantemente vestido a la usanza de chinaco, tanto que espuelas, botonadura y cachiruleado de plata brillaban con los rebotes del sol. Si se ensuciaba con el polvo parecía importarle nada, pues estaba campante con una pierna estirada mientras la otra se retraía al cuerpo, y tenía un brazo acomodado sobre la rodilla. Un bigote prominente hacia de techumbre a una socarrona y blanca sonrisa, y su piel no parecía curtida por el monte como sucedía con los habitantes de la región; por el contrario era de tez blanca y de cutis terso.

El silencio entre ambos se vio interrumpido por las primeras palabras del desconocido hacia Poncio que sin chistar se pronunciaron desde su boca:

-¿Qué hay para ofrecer?

Lentamente Poncio se incorporó desde su posición en cuatro para luego quedar erguido con las rodillas de base. Realmente no parecía sorprendido por la instantánea aparición, más bien se quedó viendo al hombre como tratando de entender que le preguntaba, pues su cejo fruncido y sus manos callosas con palmas hacia el cielo lo delataban.

-¡Nada! ¡Ya no hay nada! No te entiendo pinche diablo cabrón…

El tono de voz de Poncio era el de la continuación de alguna charla que ya se había tenido antes, pues la familiaridad con la que se dirigía a él lo delataba, pero ahora tenía un fuerte tono de inconformidad y disgusto.

-Te he esperado mucho tiempo. Ya era hora de que vinieras acaba con esto de una vez. Si sabía como eras; si sabía lo que hacías, no entiendo como pudiste hacerme esto- dijo Poncio y se interrumpió a si mismo para empezar a chillar con desesperación reflejada en puños cerrados apuntando al suelo, con una tensión en el cuerpo como si estuviera a punto de sufrir un ataque de epilepsia y continuó chillando con toda la fuerza de sus pulmones: -¡Me pediste mi alma! ¡Era la mía! nunca acordamos las de ellos dos…

-Yo. No. La. Maté.- replicó el diablo guardando la compostura mientras miraba fijamente a Poncio.

-¡No me vengas con pendejadas cínico! si todos saben como eres. El mundo entero sabe como eres…

-Te repito que yo no la maté. No la mordí, no nada. Sólo me acerqué…

-¿No la mordiste? ¿De que hablas?

-¿Seguro quieres saber? Bueno, aunque no quieras te lo voy a platicar.

Entonces el misterioso hombre se quito el sombrero, lo admiro a detalle como si fuera algo muy preciado, y sin quitarle la vista de encima dijo al aire:

– Así es, es el de Epifanía, el mismo que traía la última vez que la viste. Pues ese día se me antojó saludarla. ¡Ah! pero no iba a ser de esta forma común. No señor. Quería que fuera especial.

Entonces el diablo continuó pero esta vez mirando con intensidad a Ponciano y continuó su relato:

-¿Has escuchado esa cantaleta religiosa de Adán y Eva, donde me pintan como una vil culebra que invitó a esa mujer a decidir entre su perdición y su salvación? Yo no la orille, yo sólo demostré que el libre albedrío ya era parte de su naturaleza humana. Y con su elección, fue a su vez la perdición del hombre. Presentarme ante tu esposa así me dio la razón. Los ojos de tu mujer vieron ante sí a una nauyaca que se arrastraba lentamente hacia ella, con los ojos bien fijos en sus carnes maternales. Ella podía elegir: tranquilizarse, apedrearme, regresar contigo… tenía mil opciones. Pero eligió emociones débiles que no quizo contener. 

Yo no la maté, bastó su miedo, su falta de entereza. Lo único que optó hacer fue aventarme este sombrero encima para salir corriendo. Y aquí está, coronando mi cabeza, porque huele a terror, a miedo, y ahora me permite ver tu sufrimiento, tu incapacidad como la de ella de sobrellevar algo tan natural como es la muerte.

-Pero entonces lo provocaste. ¡Estúpido! ¿Por qué? El muerto debería ser yo. El trato fue conmigo. Esa tarde cuando nació mijo eso hablamos: Mi alma a cambio de que ellos dos vivieran.

-Y así fue Poncio- dijo el diablo sonriendo para continuar -¿Acaso no vivieron? Por cierto, tu alma sigue siendo mía.

-¡No te voy a dar nada!- grito Ponciano.

-No es lo que tu quieras. Es lo que es. Arreglado está. Simplemente yo decido cuando vas a ir a parar a un osario de desconocidos y olvidados.

-Pero… ¿por qué te la llevaste?

-Yo no la tengo. No es mía. Es más: ni siquiera la verás cuando llegues a achicharrarte las patas al infierno. Ni a Epifanía ni a tu hijo.

-No entiendo…

-Sencillamente ella estaba destinada a morir. Al poco o al mucho tiempo. Y sé lo que te preguntas: ¿Valió la pena condenar tu alma si de todas maneras se la iban a tragar los pinches gusanos? Pues… sólo les ganaste algunos días de vida, pero nada más.

-¿Por qué no me lo dijistes infeliz? Si tu ya lo sabías.- Volvió a chillar Ponciano mientras señalaba con sus falanges al diablo.

-¿Sabes la delicia que estoy teniendo ahora? Tu tristeza es satisfactoria para mi, tu desolación es deliciosa. No tengo ni siquiera que hacerte algún suplicio en el infierno para saber que aquí mismo lo estas viviendo. Y lo mejor de todo es que yo no me estoy esmerando en nada. Eres tu mismo quien se esta destruyendo. ¿Ya lo viste? Te lo vuelvo a preguntar ¿Qué hay para ofrecer? Hay mucho. Me estas dando más de lo que esperaba.

-¡Ya mátame! Si no lo haces tú, lo voy a hacer yo.

-Cuando te toca, aunque te quites. Cuando no, aunque te pongas. Ni siquiera el suicidio existe Ponciano, no seas iluso. ¿Acaso no has escuchado casos en los que personas que atentan contra si mismas, se han salvado porque alguien más ha llegado a intervenir? ¿O que la pistola se ha atorado y lo único que ha emitido es un chasquido? ¿Crees que son casualidades? Es porque no les toca. Sólo yo voy a decidir cuándo entregarás ese cuerpo devastado. Pero mientras, sigue regalándome lo miserable que eres.

Con esas palabras el chinaco daba a entender que estaba prolongando la existencia terrenal de Poncio, quien sólo echaba las palabras en saco roto, incapaz de entender que su salvación podría estar más cerca de lo que el imaginaba, y que su conciencia aletargada y brumosa por los vicios humanos era la que lo extinguiría.

Para cuando el diablo desapareció, el abatido se retorcía nuevamente en el suelo para seguir relamiendo las heridas de su alma y mirar pasar los días entre cielos claros y oscuros, sin ningún sentido activado durante 30 años más.

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Canal miquiztli

No había intención. Pero después de ver aquello, definitivamente no quise regresar. Cuando era niño, mi abuelo agarraba su guitarra y cantaba una canción que decía así:

«Todos vamos a dar al final
al lugar donde viven los muertos,
algo debe tener de bonito
pues nadie regresa.»

Era de la Felipe, decía. Y nunca le había entendido hasta ahora.

No tenía intención. Yo no quería, pero ahora quiero. No era mi tierra, ni siquiera mis rumbos. No era el agua que me bañaba, ni los surcos paralelos a los caminos que yo recorría. Sólo era un visitante más. Había llegado hacía dos días. Aunque la ciudad me era familiar por la cantidad de ocasiones que entré en su nata de humo y smog, nunca había estado por encima de estos canales.

-¡Vamos!- me dijo mi prima apenas en la mañana me levanté a devorar los huevos con chorizo de mi plato. -Es el cumple de un brother, va a celebrar en Xochi. ¿Conoces?

-No, sólo de oídas- dije- pero va, nos lanzamos.

Y me fui enamorando: de los colores, de los olores, de los sabores. De la gente cobriza con energía para chambear; de la música trascendental que te invita con sus notas a bailar; de los sones y mariachis, golpes marimberos y dedeos de cuerdas timbrantes. Y después la bocina para que el ambiente no se acabe. Eramos tantos que una sola de esas acallis coronadas con dibujos garigoleados era insuficiente.

Pero era el cuadro perfecto de la alegría de vivir. ¿Quién no ha pensado en un momento como ése?: «Ahora mismo me podría morir: vida, nada te debo, vida, nada me debes.»

Como un decreto que emanó de lo más profundo de mis deseos, la niña blanca estaba ahí para engrosar sus filas. Un paso en falso y mi cuerpo se cubrió. Al principio quise salir y aunque mi visión enturbiada por el agua fangosa podía ver a un palmo el color rojo de la base de la trajinera, al abrir más los ojos, el rostro ya estaba ahí, justo a mi lado. Era ella. No es cadavérica, mucho menos un esqueleto. No da miedo. Al contrario: entiendes inmediatamente que todo dolor se va a terminar. Sabía que nada peor podría suceder. Entonces me estiró la mano, tan helada que hasta debajo del agua se sentía.

Su cabello largo y su vestido blanco se movían al vaivén del agua que se agitaba con las decenas de pértigas saliendo y entrando para clavarse en el fondo fangoso, entre los destellos de luz de un día soleado. En ese momento las más cercanas a mi se movían con mayor insistencia, supongo que buscando auxiliarme. Entendí que la decisión era mía.

Pude vibrar su paz, y me dejé llevar como un niño que es jalado por otro para salir de un lugar y llegar a otro a romper una piñata. Esa sensación es la que verdaderamente me inhundaba, mas no la del agua. Nos fuimos hundiendo y la luz se perdía, pero de repente el agua ya era aire, y el frío despareció. Su cara de mujer mexicana seguía con esbozos de compartir gustosa ese mundo que en estas tierras ya conocemos por oídas y tradiciones.

Mis pies tocaron una arenisca tibia parte de un camino de lozas, y que a la orilla era admirado por grandes matorrales de flor de seda, cempasúchil y nube. Al fondo, un marco como los que adornan a las trajineras, llevaba mi nombre, pero sus formas no eran pintadas, esta vez estaba hecho de flores de verdad.

Al atravesarlo, mucha gente amable salió a nuestro encuentro. Cantaba guturalmente y en una lengua que no entendía, pero que claramente percibía como palabras amigables. Me ofrecieron tamales, jícaras con pulque que llamaban octli, guisados con salsas, atoles y otros platillos que tanto me gustaban. Me invitaron a probarlos, y descubrí que ahora los saboreaba aún más, pues no sólo sabían, sino que olían más de lo normal.

Una corona de flores fue puesta en mi cabeza, mientras otro hombre con traje blanco de manta me pasaba un incensario con copal, recitando un canto en nahuatl que nunca había oído, pero que sabía era un sartal de palabras para agradecer mi llegada, y pedir protección y favorecimiento a los dioses para mí.

Al seguir caminando llegamos a otro punto donde el cielo ya no era de agua oscura, sino se había clareado como un pincel con acuarela hacia un azul parejo, y el sol radiaba más fuerte, pero no quemaba. Poco a poco papalotes lo coloreaban, y sus colas moradas, rosas, verdes, rojas, jugueteaban al son de una música de cuerdas que se escuchaba cercana pero lejana a la vez. Niños y niñas de todas las edades las volaban sin preocupación, con una seguridad similar a la de estar en el vientre materno.

Adelante, distinguí a más personas que, al parecer, ya me estaban esperando, pues desde la lejanía extendía sus brazos para recibirme. Mis abuelos y abuelas, tíos y tías, primos y primas, amigos y amigas; toda persona que había dejado el mundo antes que yo, estaba ahí sonriendo, agradeciendo. No lloré, porque ahí no se puede llorar de ninguna manera pero tuve una felicidad inmensa de dejar atrás ese sentimiento de duelo con el que ya había aprendido a vivir. Era una loza gigante que sentí como dejaba de cargar.

Entonces descubrí quien era la mujer que me había guiado a ese lugar tan único. Era Tonantzin, nuestra madre. La Diosa me había llevado hasta el lugar desde donde los fieles difuntos llegaban cada 2 de noviembre. Y yo era ahora parte de ese mundo. Pero ella volteó, acarició mi cabello y me dijo:

«Tu corazón ha dejado de latir. Hombre, mujer, un todo, ahora estas aquí. Tu punzón declarará de qué calibre está hecha tu sangre: si más virtudes, si más defectos, si mereces con los tuyos estar. Por que los que así no lo logran, es porque egoísta su vida comportaron, y su corazón en una esfera como de metal irrompible guardaron. Que la verdad sea dicha. Y que la dicha sea verdad».

Tomó mi lóbulo, y con una punta de maguey lo atravesó. La sangre ya no era líquida, sino polvosa, y manchando la punta, fue sustraída nuevamente para depositarla en un cajete con carbones ardiendo. Al quemarse, un humo blanco salió.

Los vítores se escucharon. Tonantzin, con una benevolente mirada me señaló arriba y dijo «ahora a tus deudos te debes entregar. Dales tranquilidad de que sepan en donde te deben llorar y alabar.»

Y me fui elevando. Tres días habían pasado desde que todo empezó. «¡Aquí está!» grito un policía, me alumbró al agua con una linterna y me tomó del cinturón. Mi cadera boca abajo salió a flote. Estaba como a un kilómetro de donde originalmente me había caído. Eran las 11 de la noche.

El oído es el último sentido en morir, y ya en la morgue escuché al investigador encargado de mi caso decirle a otro:

-¿Por qué se movió a tanta distancia, si ni siquiera hay tanta corriente que lo arrastrara?

Quise responder con la narrativa de mi travesía. Pero para ese momento la autopsia había terminado, y ya me estaban amortajando, por lo que mi boca terrenal había sido rellena de algodón y ya estaba siendo cosida para siempre.

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Castañas tostadas

Castañas

Las castañas ya estaban calientes, tostadas. A la niña le encantaban. Ése sabor peculiar de madera, de tierra, la ponían feliz, y se entretenía harto quitándoles el cascarillo primero con los dientecillos negros y podridos, y terminando con las manos para luego mordisquearlas gustosa. Sólo así se calmaba. Yo detesto las castañas desde siempre, pero re bien que sabía tostarlas porque mi mamá me había enseñado.

La niña tenía como 8 años cuando la hallé. Matilde se llamaba, bueno, le puse. Y papás no tenía, bueno supuse. No hablaba ¿Qué si no era mía? ¡No, qué va! La encontré por allá un día llorando, ahí parada, sola, en medio de un charco y toda enlodada. Íbamos pasando por la iglesia de San Hipólito, completa la gendarmería de Lucio Blanco. Y allí estaba esa, en la mera esquina: La escuincla chorreada, con el cabello mojado y el faldón lleno de manchas entre café y rojas, harto tiesas como costras.

“¿On ta tu mamá?” le dije luego, pero no contestó. Se ponía las manos mugrosas otra vez en los ojos, quesque para limpiárselos, pero sólo se hacía las ojeras más grandes, y volvía a dar de berridos horribles. No, no me la había robado. Le digo, que estaba ahí parada sola viendo a todos lados como histérica, pero ni modo de dejarla a su suerte. Que Dios me libre de ser mala cristiana. En eso llegó el Filemón, que no era mi marido, pero si teníamos quereres.

“El General Blanco ya tiene donde acuartelarse, y está cerca de aquí. ¡Vámonos cabrona!” Me dijo gritándome. Él sabía bien que me amuina que hagan eso. Pero pues que hace una viuda sino tratar de aprender a aceptar lo que la vida le quita y le da. A veces una puede decidir, pero no siempre. Ahora tenía familia sin querer queriendo: se me había mandado hija y amasio.

Pues la agarre de la mano. No, no se resistió. Era rara, pero le digo, nunca pude tener hijos. Con mi esposo, ése con el que si me casé y que vivía conmigo en Matamoros, siempre buscamos niño, pero nunca pude ponerme en estado. ¿Qué dónde está? ¿Qué le sucedió? Pues eso pasó antes del Filemón, obviamente.

Cuando empezó el alzamiento en el mercado del parían en Matamoros, Celso mi marido, se puso del lado de los federales y la gente de Lucio Blanco lo mató. El hambre es cabrona y él creía que nos venían a quitar lo poco que teníamos. Celso, que Dios tenga en su santa gloria, me dijo primero “no nos vamos a dejar de estos” cuando el rumor empezó a levantar el polvo; pero a mí me habían dicho que en realidad venían a repartir tierras. Entre dimes y diretes y muchas confusiones, viuda me quedé.

¿Cómo fue, si yo divisé? Si señor, yo estaba ahí. Habíamos ido juntos con la mula para cargarla de grano. Estábamos en el mercado cuando empezó todo con una escaramuza que terminó con balazos. No señor, Celso no murió de eso. Le destrozaron el cráneo a porrazos con la carabina. Pues fue más fácil. Como que el soldado quería asegurarse de que quedara bien muerto, porque le pegaba con saña sin importar que de sangre lo salpicara. Antes me había dicho mi marido “Córrele Antonia, vete por la mula y ahorita te alcanzo, que estos no se la lleven.” Y le obedecí. Fue cuando voltié de rápido y vi cómo el sardo lo tiro al suelo del cachazo y después le daba duro, aplastándole con la pierna derecha el cuello para darle más recio.

Cuando fui a la presidencia a reconocer el cuerpo, vi que tenía el pobrecito entre la masa de carne y sangre que ya era su cara, una medallita. Pertenecía al que lo había matado. En el momento seguro se había caído encima de mi marido y ni cuenta se había dado. “Debe ser un designio” pensé y la guarde para después lavarla.

Sepulté a Celso. Y pues ahora sin niños ni casa, no sabía yo que hacer. Mientras iban y venían gentes de Blanco, y en una de esas fue cuando conocí al Filemón. Me veía con ganas. Entonces me endulzó el oído y me vine con él. Sí señor, estuve en varios de los pleitos arrejuntada. Éramos varias las que acompañábamos a los queridos en las tropas de Blanco, de Obregón, de Buelna. Un día me dijo que nos veníamos a la capital de México con su general. Pero aquí le confieso: venía en el grupo para saber quién había sido el que se había pasado de listo con mi marido Celso.

Nomás no daba.

Estaba en esas cuando entonces la Mati apareció. La agarré de la mano y caminamos por Humboldt hasta llegar a la casa.

Ahí estaba el general en la puerta, fumando, quitado de la pena en una casota que se presentaba enorme con dos pisos de altura. “Ese pinche Casasús me dejó un cuartel bien chingón” le decía a uno de sus achichincles. Y se reía a carcajadas. “Métete con la mocosa que acabas de levantar” me dijo el Filemón empujándome, y nomás hizo que me agüitara más.

Pasó un rato. Nos dieron un espacio donde dormiríamos y nos dijeron en donde se haría la fogata para calentar la comida. Si señor, había todavía cosas del verdadero dueño, pero las mesas y las sillas de madera las rompían para encender la fogata, y los libros también se quemaban. Si señor, sé que es un delito también.

El chiste es que el Filemón primero era recariñoso y luego me daba palizas a cada rato, que no queriendo, me estaban fastidiando. La niña, si, la niña pues yo la tenía conmigo. La cuidaba y en veces le asaba en la fogata unas castañas. Porque no quería comer otra cosa que no fueran castañas. Dejaba toda la comida, o la tiraba y sólo comía castañas tostadas. Bueno, eso creía hasta que un día vino lo raro.

Hace dos semanas, cuando salí con la chiquilla a la calle había un perro callejero que me gustó mucho por amigable y faldero. Fuimos a conseguir castañas al mercado que está aquí cerca y el perrillo nos siguió. Entonces ya estaba mi vida completa con el querido, la hija y el perro, todos adoptivos, todos accidentales. De regreso me metí con todo y perro. Nadie me dijo nada. Y en las tardes cuando comíamos castañas, también le dábamos al perro. Pero la chamaca lo veía raro. Se acercaba y lo acariciaba de la cabeza a la cola y el perro al principio le movía la cola. Pero después el animal le empezaba a dar la vuelta con desconfianza y temor.

Cuando dormíamos, teníamos nuestro pedazo en un cuartito, con petates y cobijas y el perro se echaba a lado. Todos los encuartelados vivíamos atrás de la casa de Casasús en la parte de abajo. Eran como las tres de la mañana cuando me despertó el chillido del perro. Curiosamente creo que sólo yo lo escuche y me levanté. No estaban ni el perro ni la Mati a mi lado, y el Filemón dormía a pata tendida. En cuanto abrí la puerta del patio para buscarlos, el perro se metió rápido.

“Matilde” dije en voz baja, para no despertar a nadie y agarré un pedazo de ocote para prenderlo con la fogata a medio patio de la guardia que ya se estaba apagando. Iba a buscar más atrás de la casa y lejos divise dos lucecillas de ojos como los de las mismas bestias en el monte, observando de entre la oscuridad. Cuánto más me acerqué, estaba la Mati ahí parada viéndome fijamente. “Métete chamaca, me espantas” le dije y abrí la puerta. No señor, le digo que los ojos le brillaban feo, ¡como los animales salvajes cuando les da la luz en plena oscuridá!

Pasó lo mismo la semana pasada. Sí, otra vez el chillido del perro, lo ollí entre sueños, pero ahora me paré después de rato y cuando abrí la puerta no entro el perro, sino la Mati y así sin luz se fue a su lugar, pero escondió algo debajo de su almohadón improvisado. Le hablé al perro y no apareció. Al otro día, atrás estaba el cachorro muerto, con las tripas de fuera y todo mordisqueado de las patas. Le faltaba una. Me espante, se lo juro que sí. No estoy mintiendo señor. Yo no lo creía pero todo me decía que la niña había matado al perro y se lo había medio comido. ¿Por qué lo digo? Pues porque cuando lo vi, me metí asustada, y la almohada de la niña estaba ensangrentada y abajo estaba la pata que le faltaba al animal, toda masticada como una caña hasta los huesos.

“Nos van a dar a las dos, no nomás a mí, si ven esto” me dije y agarré el perro para tirarlo sobre la barda a la otra casa. Me metí, agarré las cobijas y la escuincla me veía feo cuando saqué la pata. ¿Asco? No señor, tenía miedo. No entendía que iba a hacer con la chamaca.

Y fue entonces que vino lo peor. Un día me dijo el Filemón que el General Blanco y toda su comitiva se iba a mover, y que dejaríamos el cuartel; la casa Casasús pues. Cuando estaba guardando las cosas en un morral, que se me cae la mentada medalla que encontré sobre Celso. “¿Qué haces con eso?” me dijo el Filemón. “Es mío” le contesté y la levante y la metí al morral. “¿A ver?” respondió y que me quita el morral y que la saca. Así que se le queda viendo y luego que me voltea a ver burlón: “La estaba buscando; ya la daba por perdida. ¿Dónde la hallaste?” “Por ahí” le dije y clarito, claritito sentí un vuelco en el estómago. “¡Pónmela, cabrona!” gritó. Me quede parada. La Mati sólo escuchando y yo como estatua no sabía qué hacer. Él había matado a Celso.

Cuando se la puse me dijo que me apurara y se salió. Cuando regresó para comer me atreví a preguntarle lo de Celso. Y bien cínico ¿uste cree? “Pues me gustabas, te vi con él y, pues si no quieres ver gusanos en lo que te quieres comer, pues mejor aplástalos ¿Qué no? Además estás mejor conmigo.” Me dijo.  Y pues me puse muina. Muy muina. ¡Uy! No viera. Sí señor. Me enojé tanto que entonces se me ocurrió darle castañas. Si, muchas castañas. A él si le gustaba comer castañas y le di, le di muchas. Y como siempre lo dejé que se acostara a echarse su coyotito.

Cuando se durmió, despacito jalé la carabina y la escondí para que no la encontrara. Y me salí. Me quede parada afuera. Todos ya se estaban yendo, ya estaban cargando sus cosas y se escuchaba mucho ruido por la salida de caballos y coches con todos los del pelotón de Lucio Blanco. Y adentro encerrados, la Mati y el Filemón. Alcancé a ver por una rendija de la puerta como la Mati se acercó a él y lo empezó a oler. Después se fue sobre el cuello. Porque todos sabemos que los animales, para comerse a su presa destrozan primero el cuello y luego ya la devoran. Y así pasó. Le arrancó un cuajo de carne y el Filemón se paró de un salto gritando del dolor “¡La carabina, donde está la carabina!” Gritaba el Filemón y la buscaba con una mano mientras con la otra se agarraba el chorro de sangre del cuello. Entonces gritaba y nadie oía. Si señor, así se lo digo: fue la niña, la desconocida, la que no sé de dónde vino. El Filemón se fue vaciando y se cayó de rodillas. Entonces ella se acercó y le empezó a morder primero los dedos, luego los brazos. Ahora ya no tenía de nuevo ni amasio, ni hija, ni perro. Ya no quería nada.

No señor, le digo que soy inocente. Ella fue la que lo dejo así como lo encontraron. No sé en dónde está. No sé para donde se fue. Sólo le digo que le gustan las castañas, así doradas, así tostadas. Tenga cuidado señor. Enciérreme: como sea, no tengo a donde ir. Pero por favor no me ponga castañas cerca.

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El consorcio

-Te está viendo fi-ja-mente otra vez el Memo ese-  le dijo Sofía con un dejo de picardía. Eran primas hermanas.

-Esta bueno- contesto la otra, enérgica y sin tapujos. La ceja levantada y la mirada concentrada en el suelo indicaban que para nada pretendía dar un viso de interés. Victoria era una muchacha regia de 16 años, con atesoramientos de la raza europea que en la sierra mexicana pasaban como admirables: ojos verdes como jade, y una tez morena que conjugada con los rasgos delicados embelesaba a los muchachos del pueblo. Cómo no iba a ser si era descendiente del rastro de los franceses durante la intervención de 1862-1867.

-Dice el José, que le platicó que va a ir a tu casa. Que está juntando lo de la dote y nomás no pierde de vista tu andar…

-Pues no me interesa.

Victoria no pretendía casarse. No quería. Su abuela la había acogido después de la orfandad en vida del padre, un viudo alcohólico el cual se había ido a las guerras de revolución, y había dejado a sus tres hijas encerradas en una casa de tejas, todas de primeros años. Solo la mayor, Victoria, había sobrevivido al abandono, mientras las otras perecían de inanición.

Cuando menos se dio cuenta, él ya estaba en el recibidor de la casa de su abuela, acordando el compromiso como si se tratase de una transacción de compra venta. Tan solo había salido por una cubeta con agua al pozo que se situaba a unos 500 metros, y ya entraba por el quicio como una mujer pronta a portar un ramo.

-Yo ya cumplí con criarte- le dijo su abuela al salir el hombre. Guillermo se llamaba. Tenía 22 años

-Pero yo no quiero abuela. Usted me quiere obligar a estar con alguien que no conozco más que de oídas y andadas. Solo me habla en el kiosco para decirme cosas. No me quiero casar con él.

-Ya estás en edad. Yo ya no puedo responder por ti. Déjame morir tranquila sabiendo que te he dejado a cargo de un hombre al que deberás atender. No me hagas desacato. El 2 de agosto, el día de la Asunción de la Virgen vas a ser su esposa.

-Pero no lo quiero…

-Tampoco lo conoces…

-¡Por eso mismo!

-¿Y  entonces cómo sabes que es una mala persona?

Victoria enmudeció. Contra todo argumento el matrimonio ya estaba arreglado. Por el rabillo del ojo una lágrima estaba a punto de crear surcos cuando la abuela la contuvo:

-Vete a traer más leña para el carbón. Ahora no hay tiempo de llorar. Tenemos que empezar a preparar todo. Y entre más rápido empecemos a preparar la comida, más tiempo tendremos de empezar a coser el vestido.

Victoria dio media vuelta, para perderse entre los matorrales que relucían un verde fulgurante, y se agachó a tomar pedazos de madera, pensando en que era más fácil inflamar fuego a ese trozo seco, que al amor por un desconocido.

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Guillermo había comprado tres cerdos y dos borregos. Había costado muchas callosidades en las manos, muchas lágrimas de ardor por el sudor, muchas pequeñas moles en los ojos. Su piel impregnada de la tierra en la que había nacido y crecido le había dado frutos, los suficientes para juntar el dinero dos meses y así lucirse con una comida de fiesta.

-¡Ya me caso José!- Le dijo cuando éste lo vio afanosamente arando la tierra. –Tengo que chingarle José, tengo que chingarle…-

-¿Padrino de que me vas a hacer?

-De lo que sea es bueno. Mientras yo tengo que chingarle.-

Además, desde antes de ir a pedir la mano, ya se había comprometido con una camisa blanca, y un pantalón café claro. Ese día, no importaba que sus pies salieran lastimados: estaba dispuesto a usar zapatos a como dé lugar.

Así trabajó afanosamente para tener todo listo mientras corrían las calurosas tardes de verano del trópico mexicano. Dormía ensoñado, y esperaba los domingos para verla en el kiosko otra vez. Pero Victoria no iba. Sentía que ella no quería ni verlo. Pero ella no sabía que él sentía amor con desvelo. Que sus pensamientos estaban en sus ojos, en su fiereza, en su ímpetu. Y arrullado por los grillos, hacía espacio en su cama, en la que ella muy pronto dormiría.

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Le sudaban las manos. Ella tenía un velo de encaje blanco. El negro de su cabello sobresalía de entre los espacios de las figuras blancas como la luna. El ramo era de margaritas, cortadas del monte unas horas antes. Sofía había sido la encargada de agruparlas y amarrarlas con un cordón para que la novia las sostuviera durante la misa. Corría una tarde de 1939.

Fue en una capilla de la comunidad. Guillermo llevaba los zapatos charoleados pero empolvados por el andar entre los caminos del pueblo, pero recién limpios con el paliacate que mermaba el sudor de su frente.

-Victoria, ¿aceptas a Guillermo como tu esposo? ¿Prometes serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarlo y respetarlo todos los días de tu vida?

Titubeo un momento. “No lo amo. Puedo respetarlo pero no amarlo. Tal vez con el tiempo. Puedo no amarlo, pero lo…”

-Acepto.

Guillermo sonrió. Sus ilusionados ojos reflejaban una euforia juvenil, como él que más enamorado quisiera gritarle al mundo desde la punta de los cerros. Ese fue el inició de una nueva estirpe. Con el tiempo y a su manera, Victoria Mendoza Presa aprendió a aceptar a Guillermo Nolasco Gasca. Se entregó a él si no con amor, tal vez con el esmero y la dedicación dictadas a una esposa. Le dio 13 hijos.

Hasta el último de los días, Victoria cumplió ese consorcio con Guillermo. Inclusive viuda, Victoria fomentó la admiración y la exaltación del esposo que no conocía, pero que sin condición le entregara su vida y su corazón. Ese amor lo fundó en mí: Él era mi abuelo.

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Amanecer de polvo

-¡Bájame la mesa!- Me gritaba Sarita desde el portón. ­– ¡Ya casi son las siete David, ya es bien pinche tarde!-

Mi mamá llevaba años vendiendo comida en estas calles. Me levantaba desde temprano para ayudarle a poner el puesto. Yo un chamaco de 15 años. Ella una mujer madura, de esas que tuvo casa, pero que se forjó en la calle.

Por eso, la rebeldía que irradiaba de mis pensamientos siempre me la traía a raya.

-¡Ya voy! ¡No me estés gritando! ¡Ya sé lo que tengo que hacer!- Le contesté.

-¡Te voy a dar un cachetadón donde me vuelvas a responder así!

Como sí era capaz de hacerlo, mejor me callaba.

Bajaba las escaleras con problema, porque aunque la mesa era plegable, sí estaba ancha, y las escaleras eran muy angostas. Con mucho esfuerzo, Sarita nos había traído a mis hermanos y a mí a unos nuevos departamentos por San Antonio Abad, en la colonia Tránsito. Toda la vida habíamos estado en el mero centro, y su puesto estaba no lejos, ya en la salida a Tlalpan, en la esquina con la calle de Manuel José Othón. Por eso Sarita nos había traído aquí, para no desacostumbrarnos tanto.

Pusimos el puesto. Los coches pasaban, ya bastantes, ya rápidos.

-¡Buenos días Sarita!- Dijo una voz delgada. 20 años. Una boca roja de pintalabios. De inmediato los dientes blancos y parejos. Más arriba la nariz pequeña.

Y sus ojos. Si el sol ya había salido, era nada a comparación con la luz que reflejaban.

Como hubiera querido oler en ese momento a loción, y no al ahumado de los carbones que estaba yo prendiendo en el comal. Cómo hubiera querido no tener esa edad, y mejor la de ella o más. Cómo hubiera querido abrazarla y nunca dejarla ir. Su vestidito azul marino con bolitas blancas. Su suéter tejido blanco. Su cabello largo agarrado con una pinza; y su bolsita rosa sencilla, donde ella seguramente ponía los enseres que las mujeres siempre necesitan.

-¡Julietita, qué guapa se ve hoy niña! ¿Ya a trabajar? ¿Y esos claveles? Ándele, que se me hace…- Dijo mi mamá mientras se limpiaba la masa con agua en el mandil.

-Sí Sarita, ya es hora. Voy tarde. Hágame un favor: prepáreme algo y llévemelo al taller por favorcito. Que sean una de queso y una de tinga. Yo le aviso al poli ¿sí? ¡No sea malita!

-¡Yo se lo llevo mamá!- Dije antes que mi mamá respondiera, y ella volteó a verme con ojos de pistola. Julieta solo me sonrió.

-Órale pues. Ya que el David anda bien hacendoso pues hay que aprovechar.

-¿Y los claveles? Pues… -aclaró de inmediato- Los compré para la virgencita. Me gustan mucho los claveles, y seguro a ella también. Toma –me dijo- te adelanto tu propina.- Y tomó uno blanco del manojo para dejármelo en la mesa.

–Ahí te veo.

Y se fue.

Con su olor a dulce, con su bolsita rosa, con su ilusión matutina, Julieta se fue.

Mi mamá me volteo a ver y me dijo:

-¡Qué cabrón eres! No más no quiero que andes de loco, y menos con una más grande que tú ¿eh? Me da gusto que ya seas un muchachito y no un niño, pero ésta se ve que es cuzca. Ni se te ocurra ¿eh? Y no vayas a andar dejando chamacas embarazadas…

Me hice menso. Rapidito prendí el fogón. Puse el aceite. Preparé todo. Ya no más faltaba que mi mamá las empezara a hacer. Me apuré porque entonces la vería.

Salieron rápido las quesadillas, y yo ya me hacía saludándola, acariciándole la mano en una milésima de segundo cuando le diera su encargo.

-Ni creas. Voy yo- Me dijo Sarita. Casi doy el grito del coraje. –Mientras, sigue cortando papel.- Y se dio la vuelta hacia donde estaba el taller.

“No puede ser, ora hasta mañana…” pensaba y apretaba los dientes con tensión. Yo creía que me había amuinado tanto que hasta me empezaba a sentir mal, como mareado.

Era como si mi coraje fuera tal que una fuerza me naciera en la cabeza, me bajara por el cuerpo, y no llegara a detenerse a mis pies, sino que se fuera extendiendo más allá, hacia la tierra, cual ondas expansivas de frustración y tristeza, haciendo tronar el suelo a partir de donde yo estaba.  En serio lo sentía. Hasta que vi el aceite del comal. Éste se bamboleaba cada vez más, al grado de desparramarse fuera de la plancha. Brinqué a un lado para que no me quemara. La gente empezó a salir corriendo de todos lados. No había mucho que hacer más que apanicarse y dejarse llevar por el miedo.

“¡EESTAA TEMBLANDOO!” gritaban.

¡Qué rápido cambiaban mis emociones en ese momento! La circunstancia me hacía ser más voluble que mi propia naturaleza de puberto.

Se oían crujidos, que hacían composición con los gritos de miedo. El tren del metro se detuvo un momento y se veía que la mitad aún seguía adentro. Se bamboleaba también. Columnas de humo y polvo empezaban a salir por varias partes de la ciudad. Estaba pálido e intentaba aferrarme a la tierra, pero ella misma me rechazaba con su zangoloteo violento y enemistado. Mi madre apareció y tenía la cabeza blanca de polvo. Me abrazó. Traía aún el pedido de Julieta en la mano y lo dejó caer para agarrarme. No había alcanzado a llegar al taller cuando vio cómo el edificio de 11 pisos en donde se encontraba, se había convertido en 4 como un acordeón de varillas y concreto. Bastaron poco más de 2 minutos –que parecían infinitos- para volver a sentir la tranquilidad en los suelos.

Sarita se soltó a llorar. Las lágrimas le pintaban surcos en la cara al borrarle el polvo. “¡Tus hermanos!” Me dijo y corrimos al departamento. Con miedo subimos al 5to piso y ahí estaban despiertos y llorando. Desde ahí se notaban más las humaredas. El sol asomaba un poquito más fuerte. Algunas  azoteas habían desaparecido.

Estábamos muy asustados. Mi mamá me dijo que fuéramos por el puesto. Cuando llegamos una mujer pasó con un niño en brazos que tenía la cabeza llena de sangre. Fue cuando mi mamá se quitó el mandil y se lo dio, y vi como el azul se transformaba en un escarlata oscuro.

-Vamos a necesitar la comida. Vamos a guardarla- Me dijo. –Se cayeron muchos edificios por aquí…- Y fue cuando me contó lo del taller donde trabajaba de costurera Julieta. Miré el clavel blanco sobre la mesa.

¡Julieta!

¿Dónde estarás?

Corrí. Y mi madre detrás.

-¡David por favor, por el amor de Dios!- Me gritaba Sarita. Sólo bastó con dar la vuelta a la esquina para ver todos los fierros retorcidos y los muebles de madera y de metal que sobresalían derruidos por rocas encima. Pedazos de tela empolvados, cambiando sus colores por tonos áridos y secos. Mucha gente encima quitaba las piedras. Otros llevaban picos y palas, y unos más usaban las varillas como palancas.

Mi mamá me tomó por el brazo y me jaló hacia atrás.

-¡Te prohíbo que te metas ahí! Estás muy chico y es muy peligroso… Los demás sabrán que hacer.

-No puedo…-Y me tiré al suelo a llorar. Después de 15 minutos, de literalmente sentir que el mundo se me había venido encima, me paré decidido a quitar piedra por piedra hasta encontrarla.

-¡NO!- volvió a gritar Sarita, mi madre.

Para esos momentos mi tío Javier ya había llegado con mis primos. Ya había visto que al menos nosotros estábamos bien. Oí cuando decía que se habían caído varias fábricas: la de Topeka, la de Probets…

Mi tío y mis primos me agarraron, me calmaron y me llevaron a otro lado. Pero yo quería ayudar y mi mamá no me dejó.

El sol empezaba a hacerse más latente, y a mí no me importaba. El polvo de los edificios caídos habían ensombrecido tanto mi vida, que los días venideros serían grises aún con el sol sobre mí. Pero ese mismo día, por la noche mi madre, Sarita, había decidido que la comida que en la mañana íbamos a vender se las daríamos a los rescatistas. Que iría a ponerse a donde siempre, y que regalaría la comida. En esos momentos no hacía falta dinero, sino esperanza, y sé que en cada alimento que preparó iba un pedazo de fe. Los refrescos también los regaló porque el agua probablemente estaba contaminada. Pero apenas y cubrió el hambre de algunos. Lo que teníamos para dar era nada. Yo fui nuevamente el primero en apuntarme a ayudarla porque sabía que estaría cerca y sabría así algo sobre Julieta. El terror se hizo más presente en la noche. Estábamos dando café y se escuchaban quejidos horrendos de gente que aún seguía encerrada. Gritos de mujer que hacían con el ruido de las maquinarias pesadas una sinfonía de desolación y tenebrosidad, voces que con los días se fueron apagando.

-¡Por favor mamá! Necesito ayudar, no sólo por Julieta, entiéndelo.

-David te he dicho que no y no me hagas encerrarte.- Respondía, y solo me quedaba el llorar.

Entonces la bolsita rosa de Julieta apareció. Era justo el final del tercer día. Habían sacado a una mujer que no estaba muerta, pero se notaba que tampoco alcanzaría a vivir más. La mujer envuelta en polvo y tierra era irreconocible a simple vista, pero yo creía ver en ella a Julieta. Una esperanza me albergó, si por lógica la bolsa estaba junto a ella. Rezaba porque fuera ella. Se la llevaron en la ambulancia. Pero mi tío me dijo que no era. “Se llamaba Guadalupe Frías, ya la reconoció su familia”, y la llama de la esperanza que alumbraba mi corazón desapareció.

Sacaban a las costureras en pedazos. Era muy raro saber que alguna quedaba viva. Y ninguna era la niña que yo quería.

También me enteré que ahí andaba su familia y me les pegué. Que la buscaban entre los muertos del estadio de béisbol. Que iban a los albergues. De las cosas de su mamá saqué sin que se diera cuenta una foto de Julieta que ya se estaba partiendo a la mitad. El desgaste y el tanto sacarla y enseñarla ya estaban provocando que se desprendieran los dos lados de papel. Así de partido había quedado también yo.

Decidí volver a unir a Julieta en su foto. Con una aguja y un hilo como todo lo unía Julieta, la costurera.

Y así, Julieta se fue.

Con su olor a dulce, con su bolsita rosa, con su ilusión matutina, se fue.

Nunca la pudieron encontrar, o no la pudieron reconocer. Ella era mi anhelo de entre los miles que esa mañana ya no vieron el atardecer, y solo me quedó rendirle homenajes con el corazón empolvado. Tres mil el gobierno decía que fueron, pero nosotros sabíamos que eran más.

Desde entonces claveles blancos les pongo, a la virgen y a Julieta. Aquí, en el predio del 151 de San Antonio hay una estatua de una mujer cosiendo la bandera de México. A veces duele, y en ocasiones escucho los lamentos dentro de la tierra, y vuelvo a sentir la impotencia desagarrando mis tímpanos. El olor a tierra me invade. Pero vengo a ver a la costurera, y acallo los dolores con el suave y ligero aroma de los claveles, que actúan como un tópico al más grande desamor de mi vida.

la costurera

Monumento a la costurera

 

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La clase

Sus ropas eran de un peculiar estampado o de un colorido bordado. Así, igual que los monigotes de colores chillantes que decoraban ahora las pulquerías. Con tonos vivos; tan vivos como sus comensales, y como sus bailes y su fandango.

Recuerdo esa primera clase en su casa. Llegué antes que cualquiera. No importaba el ajetreado viaje por el empedrado trayecto. No importaba las distancias. Porque cuando se tiene el amor a lo que se hace, se buscan las oportunidades para seguir, para continuar. Amor a lo que hacíamos fue lo principal que la maestra nos enseñó.

Desde el momento preciso en que se bajó de “la chinche” (así le decíamos a su coche), la maestra, chiquita, peculiar, como el auto en el que vino, tintineaba como campanita de parroquia, porque se notaba que estaba tullida, dificultosa para caminar. Y con tanta joya colgada, el cascabeleo se hacía uno solo; pero eso no le quitaba lo bonita.

-¿Y esta señora tan rara quién es?- Oí cuchichear a un compañero.

El maestro Ruiz dejó de hablarnos y volteó a mirar lo que el resto ya observábamos: que esa señora, con halos hartos de mexicaneidad se acercaba, trayendo consigo sandías, plátanos y melones. Y ciertamente con esas frutas haríamos nuestro primer trabajo.

Los acomodó en un lado mientras el maestro corrió a saludarla con una enorme sonrisa. Las manos se estrecharon. Y entonces se presentó.

“Yo seré su maestra, aunque realmente no soy maestra” nos dijo. “Pero vengo a aprender como ustedes”

En ese momento pensé: ¿Cómo es eso? ¿Cómo que es, pero no es la maestra? Tiempo después lo entendería. Grato recuerdo de cuando la conocí, y vuelvo otra vez a esta calle de coloridas casas.

Cuando llegué a las afueras de donde vivía, tan solo la puerta se notaba grande, única y llamativa, pero no ostentosa. Toqué tres veces. Una sirvienta de trenzas me abrió la puerta.

-Buenas tardes. Vengo a clase…- Dije mientras ella, la maestra se acercaba por detrás de la muchacha que me recibía.

-¡Pasa chamaco!- dijo con un entusiasmo inigualable, antes de que yo pudiera terminar mi saludo.

La muchacha se hizo a un lado y la puerta de madera se abrió aún más. El tintineo se volvía a escuchar por el choque de aretes, collares y anillos de metal. La verdad todo eso opacaba su tamaño pequeño, pero sobre todo disminuía su dificultad para moverse plenamente. Por el contrario, el sonido parecía armonioso. Y a pesar de las posibles limitaciones que tuviera la maestra, sus movimientos no solo eran suaves: también eran seguros y muy elegantes.

Andaba entonces de hacendosa, y terminaba de arreglar una mesa con golosinas, aguas y frutas picadas. Me gustaba eso. Me gustaba su calor, su felicidad de tenernos ahí, de enseñarnos lo que ella no sabía, que sabía. Y ya tenía todo el material preparado, solo qué esperaríamos a los demás.

El grupo de estudiantes no era grande, más la casa parecía vestirse de fiesta, como si verdaderas personalidades visitaran a la maestra. De hecho así fue cada clase que tomáramos en su ese, su lugar. Solo que esa fue la única vez que la vi haciendo quehaceres para recibirnos, porque en las siguientes ocasiones la pasaba acostada, trabajando desde cama, y se levantaba en veces con dificultad para ver cómo íbamos avanzando con nuestros quehaceres.

Recuerdo otro momento en que la vi entusiasta: cuando comimos tacos de acociles, nopales, y barbacoa que compramos en el mercado que se ponía a tres calles, para hacer un día de campo en su jardín.

-Sientate mi niño- volvió a decir mientras colocaba unas manzanas verdaderamente rojas. Me acerqué a una silla de madera bellamente pintada, de esas tejidas con bejuco. Si se había decidido qué la clase no sería en la escuela, sino en su casa, fue porque la maestra estaba enferma y le era dificultoso moverse hasta allá, por los rumbos del centro de la ciudad. Pero curiosamente ese día no aparentaba dolencia alguna. Iba y venía, y me daba la impresión de que su entusiasmo crecía cada vez más. Sus largas enaguas ondeaban cuando entraba a la cocina, y salía al patio con cucharones de madera y platos de barro.

La campana volvió a sonar, y ella casi corría de nuevo a abrir la puerta. No cabía duda que la felicidad en la maestra era tanta, que cualquier dolor se volvía nada. De hecho, con cada trabajo terminado en la escuela se henchía de orgullo, porque ella decía que tenía muchos vacíos en el alma, y que de alguna manera nosotros contribuíamos a alcanzar una sensación que la llenaba de gratitud. Con ello poco a poco me fui dando cuenta de lo bonita que era más por dentro que por fuera.

La puerta se abrió y el resto de los compañeros entraron. Un poco quisquillosos y curiosos se acomodaron en el resto de las sillas muy parecidas a la mía. La maestra ofrecía las aguas. Y todos se soltaron mire y mire al rededor.

-Las esculturas son de Magaña, el campesino escultor- dijo la maestra, y siguió en sus quehaceres de bienvenida. Creíamos que estar en su casa podría ser un poco incómodo, pero en realidad nos dio el confort necesario para sentirnos a gusto. Y la vista en todo lo que tenía era un reconfortante a la vista.

No era como en la escuela. Ésta se notaba un poco descuidada. Ahí estaba, en pleno centro, con una barda descarapelada que separaba a la calle del patio de tierra, donde las rocas esperaban ansiosas ser talladas por los estudiantes de escultura. Se llamaba “La esmeralda” pero nada tenía de bella si se le comparaba con la piedra preciosa. Pero la casa de la maestra era distinta. Esa si podría comparársele con un zafíro.

Era preciosa como una orquídea que recuerdo, yacía en el patio rota. La maestra al pasar cerca lo notó, y entro a la cocina, para salir después con un cordel y una palito de madera.

“El tallo está roto, pero la belleza no” dijo y la enderezó para que siguiera viéndose altiva, muy a pesar del soporte en que ahora se apoyaba la florecilla. Ahora he caído en cuenta de que esa flor era como la maestra. Probablemente era una extensión de ella.

Y el pulque. Parecía su otra extensión. Que lo había traído la muchacha de “La rosita” nos dijo, y nos convido en tarritos para café. Estaba bueno. Eso fue en el receso, cuando la maestra nos dijo que suspendiéramos un poco la clase, para platicar de lo que nos llenaba hacer más. Muchos tarritos. Muchas palabras, y muchos sueños.

-Es bien rico y nutritivo- dijo la maestra, y le daba sorbos. Y entonces el pulque se volvió también de nosotros. No porque siempre tomáramos, sino porque de ahí, de donde se adquiría, quedaríamos impregnados en sus paredes. Porque la maestra nos mandó a “La rosita” para trabajar allá también.

Entonces las lecciones fueron infiltrándose en nuestra piel y nuestros pensamientos. El detalle es lo que despierta las emociones. No se vive por vivir así nomás. Es necesario ver más allá. Porque recuerdo muy bien, cuando la maestra miró un rosal que yo había dibujado. -Esta muy bien, pero no son solo manchones verdes y rosas. Si te fijas, lleva morados, rojos, y hasta amarillitos-. Por eso, cuando nos fuimos a trabajar a “La rosita”, no importaba que hicieran las figuras plasmadas, sino que cada detalle transmitía y construía. Y en un sábado 19, el baile inició con singular gusto para dar a conocer lo que habíamos aprendido en la clase. Y la maestra, aunque no pudiera, bailó y tomó otra vez pulque.

Y el color fluyo en nuestras vidas, y todos nos sentíamos parte de un solo ideal. Así tan cotidiano es el arte, así como el reflejo de la vida misma, en todos los momentos, y en todos los lugares. Y esto lo digo por otra cosa que recuerdo de esa primera clase.

Al buscar el baño tuve un acercamiento a lo cotidiano hecho perpetuo. Muchos cuadritos, todos retablitos, adornaban una parte de la casa. Las escenas eran comunes, aunque a todas las unía una sola cosa: La fe. Para la maestra, era acercarse a la gente. Cuando tienes eso, la fe parece que tu ser nunca muere. Por eso, todas esas personas estaban sin estar en casa de la maestra: aquella que dicen que mueve montañas, la nutrían con la impresión de que por más dura que estuviera la situación, lo último que se pierde es la fe en que todo va a mejorar; de esas veces que se dice que quienes “la había visto de cerca”, bien la habían librado con fe. Por eso, como buenos chamacos, salimos muchas veces a ver la vida de cerca, para poderla pintar.

los fridos

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Agua tal como sangre

agua sangre
La luna se teñía de un amarillo parecido al de los periódicos que mi abuela guardaba entre bolsas de tela, desas que colgaba donde pudiera insertar un clavo en la madera. Porque su casa paredes no tenía. Más bien eran tablas; viga cubierta de pedazos de cartón, y que invitaba al aire a no pasar por la casa. Las bolsas mudas se vestían de polvo, de tanto estar guindadas guardando quien sabe cuánta cosa. Y por lo mismo, la casita de techo de lámina de cartón negro podría parecer alegre aunque desordenada. El caso es que iba yo a casa de mi abuela, después de estar con mis tíos en Naranjales piscando café, y de chuparme uno que otro jobo.
Ya no soy de allá. Más bien iba de vez en cuando a verla, porque ella me crió cuando mi apá se fuera a la capital, y mi amá se juntara con otro señor. Pero insisto, el caso no era ese. Iba yo tarde, la luna me alumbraba como podía entre lo azulado negruzco de la noche. Cuando se te acaba el ocote, no hay más. Y caminaba yo por la vereda -porque todavía no hacían ni la carretera- y veía el macizo marrón en el suelo, lodo duro agrietado que por el momento más bien se hacía grisáceo. Encaminaba hacia arriba. Mis tíos se quedarían en el rancho para hacer panela temprano, y no había más que irme solo pa´ la casa. Y ahí voy, subiendo al pueblo, acompañado del siseo de las culebras entre matorrales. Algunas luciérnagas cruzaban delante y luego volaban alto de mi cabeza, y por lo mismo se perdían entre las estrellas.
Estaba en eso, cuando una silueta de vestido largo se distinguía parada, encima justo del camino por el que iba. Me asusté, no lo niego, pero me aguanté y, como se acostumbra, trate de saludar con unas palabras salientes de mi boca pero que venían del desconcierto. Por la ropa pensé que era mujer, pero no, no era. Porque en donde debiera haber cabello, más bien se veía una calva que rebotaba la luz de la luna. Y traiba barba. Entre lo oscuro del monte y del hábito, se veía en el cuello un pequeño cuadrillo blanco. Tenía ojos tristes y entre más cerca estaba yo de él, logré ver que la sotana estaba sucia, manchada y carcomida.
-Agua- Me dijo, suplicante, con una voz entre cortada y apagada –agua por favor-
-Buenas noch… ¡Ah carajo!- Exclamé con ansia.
Estaba asustado, pues a lo mejor unos cuatreros lo habían asaltado. Se supone que con los hombres de Dios naide se mete, más que aquellos que han perdido todo dejo de alma en los cuerpos de hombre. Esos que viven por vivir, y que más bien el satanás los mueve como marionetas por monedas.
-Padre, ¿Estás bien? ¡Ven por favor! Mira, vamos arriba a la capilla. O con mi abuelita, te vamos a ayudar.
-¡Agua! Quiero agua por favor…- Y se llevó la mano a la boca, como buscando acallar su apesadumbrada sed, pero en vez de eso solo lo hacía mirarse más amuinado. Se veía pálido como muerto. También como asustado. En la sotana, como ya dije, traiba manchas no sé si de sangre seca o de lodo.
-Ya no hay agua padre. Mira, mi bule está vacío- dije mientras quitaba el tapón de olote y lo volteaba.
Ni gota.
-Pero no te preocupes Padrecito -dije bajando el morral- te platico, yo te quiero ayudar. Aquí arribita está el ojo de agua y lo llenamos. Pero sí traigo comida, y te puedo dar, mira, tamal de dulce, o tortilla cacala que le llevo a mi abuela. Toma cómetelo.
Bajé la mirada a la bolsa para sacar los bultos envueltos en telillas y papel. Cuando estiré la mano para dárselo nadie lo agarraba. Y cuando alcé la mirada otra vez, ya no estaba. No sabía si se había metido al monte, si se había subido por otro camino… No sé. Y en serio que me asusté. Di vueltas como perro y nada.
Subí ya más rápido y entrando a la casa y vi que mi abuela estaba prendiendo el fogón para calentar café de olla. Le dije:
-¡Ay! Que me acaban de espantar abuelita. Me duele hasta la panza.
-¿Que dices? ¿Onde o qué? Estás pálido chamaco…- respondió como dejando de avivar sus brasas pa´atenderme.
-Pu´s ya venía subiendo de Naranjales y que se me aparece un padre.
-¿Un padre? Pero el cura Samuel viene hasta el domingo…
-Por eso digo. No era él. A éste nunca lo había visto. Era chixiwa cura (cura barbón)
-¿Será el que decía Nacho el otro día? A ver Antonio de Jesús, vete rápido a hablarle a ése- dijo mi abuelita meneando las manos urgida, hablándole a mi hermano, que tendría más o menos 13 años. Se paró como dudoso y temeroso, pensando que igual de ir a casa de Nacho se le aparecía también.
Y que viene el Nacho. Ahí estaba con su sombrerillo.
-¿Pa´ que soy bueno doña?- Dijo con su sonrisilla tímida que se pintaba de colorado y amarillo por el reflejo del fogón y el alumbrado del ocote.
-¿Qué fue lo te platicó tu tío del Padre ese que vistes el otro día?- Dijo mi abuela persignándose. Al Nacho hasta la sonrisa se le borró. Nos miró a mí y a mi hermano, y se le veía como incomodo por la pregunta. A las personas grandes se les responde. Si no se les responde, entonces no se les respeta. Pero apuesto a que, si por el Nacho fuera, ni el tema tocaba. Mi abuela lo invitó entonces a sentarse con un ademán.
-Pos era un padre de la cristiada. Anda por todos los pueblos de acá. Es un aparecido. Pero era el principal de Coyutla. Dicen que un día lo amenazaron los del ejército. Y que cometió herejía…
-Si Nacho, es la historia que siempre dicen, pero ¿qué te pasó con ese?- Interrumpió mi abuela. Ya estaba ella sirviendo café. A mí me iba a dar té de tila por el canijo susto.
-Pos… es que me levanté temprano, media hora antes nomás, porque iba a ir a piscar para vender. Faltaba mucho pa´ la luz, chichní (el sol), y todo callado. Iba con el pintillo. Bajaba a Naranjales cuando se me aparece un cura. El pintillo ládrele que ládrele. Me espanté, pero pues hay que ayudar, más a los de Dios, porque todo lo ve y si no pues ya saben cómo castiga. La verdad no se veía como si fuera muerto. Corrí al pintillo de un varazo y que se sube corriendo el animal de regreso a la casa, con la cola entre las patas. Me acerque y el padre ese tenía cara de angustia. Estaba todo así escuálido. Los labios secos y cuarteados. Que me pide agua.
-¡Si! ¡Si es! Abuelita, es el mismo…- Interrumpí. Pero el Nacho siguió contando.
-Pos que se la doy. Y que empieza ya a beber el cura, así del bule empinado. Tomaba como si se le fuera a acabar.    Yo pensé que hasta se iba a atragantar, porque empezó a toser, pero que escupe sangre. Haga de cuenta doña, que de la boca no le caían por la barba los hilillos de agua, sino chorros de sangre. Sí me espanté. Hasta dije “ya se cortó la boca con el bule”. Que lo deja caer así con muina, con desesperación. Me volteó a ver y ya no traiba ojos. No´mbre, que salgo corriendo igual de asustado que´l pintillo. Y haga de cuenta que traje un chorrillo casi una semana. Si pa´ salir ya lo pienso…
-¡Ay madre santísima!- dijo mi abuelita y se persignaba otra vez. Mi hermano nomás no la abrazo porque de plano, pero si se le repegó un montón, como pollito asustado. Entonces yo pregunté:
-Bueno, ¿Y qué te dijo Nazario tu tío? ¿Ese cura qué o qué?
-Dicen que el cura era de los de la cristiada. Bueno sí y no. Lo que pasa es que cuentan que era traicionero el hombre ese, además de interesado. Y que por eso se vendió al ejército. Bueno vendió a los de su feligresía. Mi tío Nazario me contó que de eso no se habla en Coyutla . Bueno total que un día les sopló a los del ejército en donde se reunían a comulgar y eso. Y ahí estaban en plena misa cuando llegaron los del ejército y los agarraron a todos. Contaditos se salvaron porque juyeron. Como ya sabían los soldados que estaban en la misa en el monte, los rodearon. A las mujeres las violaron. Ni las viejas la libraron pos pasaron su edad por alto y ¡chin! Que les pegan también. Y dicen que al padre ni lo tocaron ni nada.
El Nacho se puso serio. Le dio un sorbo a su café y siguió platicando:
-Bueno, total que una de las mujeres más grandes vio cuando el padre hablaba con un sargento o no sé qué cosa, y que éste le daba un saquillo con morralla. El padre las recibió y se despidieron de mano. La mujer le dijo al cura “Nos vendistes” Y que el padre así bien cínico nomás se le quedó viendo feo. Que como estatua se quedó. Pero no dijo nada. Y que la mujer entonces lo maldijo:

“Gkinchik skokoxkan xtilan naliwaya xwanitaw. Skokoxkan xtilan naliwai gkantaxtunu. Xli akgtut kilhtamaku tagkalhputin na lagkniya. Agkxni na li kotnun chuchut tse najax. Tsa putim chuchut untu na kotkutun kaglni na litaxtu, na lagtsin.”
(Lengua Totonaca. “A mi casa caldo de gallina ibas a comer. Caldo de gallina comerás una vigilia. A los tres días sediento te morirás. Cuando agua bebas entonces podrás descansar. Pero toda el agua que quieras beber en sangre se va a convertir, vas a ver.”)

-No acababa de decir eso cuando un soldado la mató de culetazo. Después a varios los fusilaron.
Todos nos quedamos serios escuchando el relato del Nacho. Yo, de la cristiada, solo sabía que todo de la iglesia se había vuelto a escondidas. Y si te cachaban ya no la contabas. Entonces Nacho terminó:
-Luego el cura ese, pues como fue, pidió caldo de una gallina y se la mataron, y se la comió. Que hasta estaba empollando el animal y que era cuaresma, y aun así pidió. Días pasaron y al cura nadie lo encontró después de eso. Lo dieron por muerto, nadie sabe de qué, y ni sepultura le pudieron hacer, pues no había cuerpo para enterrar. Y por ahí anda en la sierra el padre ese, buscando agua como desesperado. Siempre que agua quiere beber en sangre se le vuelve. Que hasta lo han visto pasar por ríos, o cerca de pozos y se tiñe de rojo toda el agua.
-Si en cuaresma no se come carne. Ése no era cristiano. Con razón lo castigaron así, pues- terminó diciendo mi abuelita.
Entonces el Nacho ya se quedó callado y solo el tronido de las brasas chirriaba. Pero así estuvo eso.
La verdad no he vuelto a subir a la sierra desde que mi abuelita se me fuera. Mejor ahora ella descansa, pero segurito el cura ese no. Ni sé cómo se llamaba ni de donde era realmente. Pero si sé que las palabras cargadas de odio, y que los actos malsanos, pueden ser un manojo de sentimientos que destruyen todavía más allá de la sepultura.

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La bola (extendido)

jacal

Solo bastaron cuatro tragos para que Félix se envalentonara. De la cantina prosiguió a seguir la vereda hasta el rancho donde Manuel tenía su casa. Era un día soledado, pero a Félix no le importaba. Estaba decidido. Manuel por su parte sufría la depresión post mortem de su esposa.

-Manuel, ¡Ámonos a la bola cabrón, a la guerra!- gritaba Félix con pasos torpes. Se entreveía en su mirada la potencia del enojo; esos ojos inyectados de adrenalina, invariablemente característica de quien requiere de una dosis de valemadrismo.

-¿Que pasó mi Félix? Ya tas entonado ¿verdad?- dijo Manuel con voz apagada.

-¿Qué? ¿Te rajas Manuel? ¡Cállate y ámonos te digo!

-¿A donde, canijo? No me rajo pero las niñas…- Contestó Manuel poniéndose de pie, dejando atrás el tronco donde se sentaba a reflexionar.

Su hija de 3 años miraba desde el portón, alarmada y desentendida por los gritos de Félix.

-¡Pues a la bola! Ya vienen para acá. Dicen que vienen con el tal Zapata. Quesque ese les dá tierra y dinero. Además ya no tienes mujer, cabrón. ¡Ámonos! ¿Las niñas qué?, ¿¿¿Las niñas qué???  Como si ellas te fueran a dar de comer orita. No, si nomás necesitas amensarte y hasta te quitan esto que tenes…-

Manuel reflexionó acerca de su estado, de su pobreza y su viudez. Impávido miraba todo lo que tenía alrededor, y no era más que una casa en medio del monte. La vegetación de la sierra se cerraba sobre los techos de palma y madera. Un pequeño granero con poco que resguardar, el corral vacío, y tres pequeñas eran su único legado. Ya nada importaba. ¿Qué más daba irse o no?

-Adalberta quédate aquí, luego vengo- Dijo dirigiéndose a la niña, mientras tomaba su cantimplora y su morral.

Los dos hombres se encaminaron por la vereda con machete en mano y haciendo una bulla que tenuemente se perdió con los ruidos del monte. Entonces, la niña se quedó sola, al resguardo de nadie, y con la carga de otras dos más pequeñas, mientras su padre buscaba ufano una Revolución.

Adalberta, quien vestía un vestido azul de retazos de tela, estaba peinada con dos pequeñas trenzas. Sus ojos eran verdes, seguramente por la ascendencia francesa dada desde aquella llegada de las tropas al puerto de Veracruz en 1862, y que casi 50 años después, la niña había heredado en algunas de las formas físicas de estos visitantes beligerantes.

A su edad, mucho de la vida le era seguramente ajeno, más no el hambre y la sed que perturba a cualquiera en medio de la sierra. Después de que su padre se fuera, tomo de los plátanos que apenas unas horas antes Manuel había descolgado, y a usanza de como hiciera su madre antes de morir, los pelaba para comérselos. Pero en cierto momento su limitado hedonismo fue interrumpido por el llanto de las dos niñas restantes. Ana tenía un año y medio, y apenas había empezado a dar algunos pasos. Y Lucía era una recién nacida de un mes, edad precisa que tenía Manuel de haber enterrado a su mujer en el camposanto. “Me la mataste criatura, me mataste a mi mujer” le murmuraba Manuel a Lucía con desdén mientras la dejaba llorar hasta el cansancio.

Adalberta entró entonces con más plátano pelado, con la dificultad presente, con la poca experiencia a simple vista. Al acercarse a Lucía y ponerle el plátano en la boca veía como succionaba. Noto entonces que tenía hambre. Y lo mismo razonó con Ana. Durante dos días, las niñas se alimentaron de plátano, y no había noticias de Manuel.

Después el llanto aumentó un día más, hasta que se fue haciendo débil. Adalberta, sin alimento más que dar, recurrió entonces a las duras semillas del corral. Le colocaba a Lucía en la boca y ésta no callaba, por el contrario salían entre la saliva de bebé, que no corresponde más que al fluido excretado por la boca del llanto desesperado. Y lo mismo ocurrió con Ana, quien ya se mostraba débil en un rincón. La pequeñez de sus cuerpos no mostraba indicios siquiera de una capacidad de supervivencia ante la hambruna, porque al poco tiempo los berridos cesaron. Primero fue Ana. Y al par de horas Lucía. Para entonces Adalberta empezaba a perder tranquilidad, mas no tenía miedo, porque ya había conocido la muerte que se reflejara en los ojos de su madre mientras daba a luz.

Sin saber que más hacer, durmió nuevamente entre la penumbra, y en compañía de los ruidos propios del monte se acurrucó junto al cuerpo de Ana, para al otro día despertar y notar nuevamente la inmovilidad de sus hermanas, ahora mas tiesas que una vara. Entonces el quicio de la puerta fue su asiento durante mucho rato. Fue como a eso del medio día cuando un arriero, vecino del rancho pasó con una mula fuertemente cargada de leña.

-Buenas Manuel- gritó el arriero. La niña se reincorporó y se metió asustada, asomando instantes después la cara por el marco.

El arriero notó que Manuel no había puesto a secar tortilla dura al sol, como acostumbraba hacer, pues cuando podía iba al pueblo y se traía el desperdicio, para luego venderlo a los vecinos y así alimentar a los puercos.

-¡Ora, Manuelito, que traigo mezcal del bueno!- Volvió a gritar el arriero. –Chirriones, ¿pues que no quieres probar?

Entonces dejó a la mula amarrada, y se dispuso a entrar. Vio a la niña esconderse debajo de la cama vieja de latón, y los cuerpos inertes de las otras dos encima de ella. La pestilencia favorecida por el calor empezaba a invadir el cuarto. El arriero dio dos pasos adelante para descubrir los rostros verdosos y los párpados restirados de las criaturas. Con una santiguada a medias dio vuelta y salió corriendo. Mientras Adalberta permaneció expectante para reincorporarse después y mordisquear algunas mazorcas, que la nutrían a duras penas de dulces jugos lechozos.

No habían pasado dos horas cuando Petra, la abuela materna de Adalberta entro echando tumbos y con un grito ahogado en la garganta. Detrás de ella venía corriendo Marcelita, su hija menor, quien no la había podido alcanzar cuando saliera corriendo desesperada apenas el arriero le informara lo que había visto, y concluyendo “y pues su hija de aste (que en paz descanse) ya se llevó a dos de sus nietas, las más tiernitas…”

-¡Maldito desgraciado! Bien me lo habían dicho que te habían figurado entre la bola. ¿Cómo es posible?- Y llorando tomó entre sus brazos los cuerpos de las dos infantes. Entonces Adalberta, reconociendo la voz de su abuela y su tía Marcela, salió de debajo de la cama otra vez.

-¡Ay mamacita! Y ¿ora que vamos a hacer?- Dijo Marcela con la voz quebrada, los ojos saltones y una palidez atenuante, que en segundos se tornaba verde por el olor putrefacto.

Petra empezó a llorar ahora inconsolable. Abrazó a Adalberta y salió cargándola, mientras llamaba a Marcela con la mano.

-Hay que darles cristiana sepultura. No, si siempre se van de tres en tres. Pero no así de sopetón, ni menos les tocaba a estos capullos. Vamos a hablarle a tus hermanos Marcela. Ese desgraciado no vuelve a ver a su hija. Que se vaya con su maldita revolución, y… ¡Ojalá y lo maten!

Las dos mujeres se alejaron, con el rencor y el dolor persiguiéndolas entre los matorrales de la sierra, disfrazándose con el dulce olor del platanar.

……………………………………………………………

         La joven tendía la ropa entre los ramales de los árboles que rodeaban su casa, pues las bardas de adobe ya estaban cubiertas por las sábanas recién lavadas. Estaba en los aposentos que su esposo había construido con el trabajo en las rancherías. Ambos estaban en los inicios de su vida conyugal, y aunque ella no había elegido al marido que ahora vería por su estar, si tenía plena noción de las actividades propias de las concubinas, en agradecimiento por elegirlas para salir de la soltería a tiempo.

El sol de marzo quemaba su espalda, y al voltear hacia él, sus ojos verdes se cegaban, pero brillaban como dos turquezas. A pesar de ser serrana, su semblante era definitivamente afrancesado. 18 años recién cumplidos, y su abuela cumplía con el compromiso dado cuando la habían pedido hacía uno.

-Adalberta- Dijo una voz desde atrás de las bardas. Las sábanas se levantaban brevemente por las brisas del monte. En un punto distintivo de los verdes matorrales, y detrás de la barda achaparrada estaba parado un hombre entrecano, con barba crecida y ropas ciertamente desgastadas. A Adalberta se le figuró verlo entre nubes por el mismo movimiento de las sábanas. “Así deben mirarse las ánimas del purgatorio, esas que no tienen a donde irse, porque hacen bien, porque hacen mal, porque no hay quien pelee por ellas” pensó.

Su padre la miró suplicante. Pero ella regresó a seguir tendiendo la ropa, porque a pesar de reconocer esa voz que decía su nombre, no coincidía con la que gritaba embustera cuando ella terminaba sus tres años.

-Adalberta, soy tu padre, dame agua por favor- Le volvió a decir Manuel.

-¡Hey! Ni se acerque a mis sábanas, no se recargue, me las va a ensuciar, y no pienso ir otra vez al río a lavarlas ¿eh?- Contestó indiferente, como si le hablara a cualquier desconocido. – ¿Por qué no se va a casa de su compadre ese? Félix el infeliz, decía mi abuela que se llamaba. A ver, que él le vaya a dar de tomar y de comer.

-Lo mataron Adalberta, lo mataron en la bola. No aguantó ni tres semanas. ¡Pero el general Zapata lo honró! ¡Lo mencionó!

-No pues mejor a aguantar tres semanas a tres días ¿No cree aste?

-Solo te tengo a ti Adalberta. Perdóname m´ija. ¡Por piedad! Tengo hambre. Déjame quedarme contigo…

-No, si yo no tengo nada que perdonarle. Que lo perdonen Anita y Lucia. Y el hambre es canija, si es cierto… ¡Si no lo sabré yo!  Y váyase a su casa, ahí está todavía, yo no toqué ni reclame nada. ¡Ahí está lo que le dejó la revolución! No me haga hacer muinas, que el día esta rechulo. ¡Váyase o le digo a mi marido que lo corra a bola de carabinazos!

Los ojos verdes fulgurantes de Adalberta lo decían todo. Ninguna revolución podría recuperarla, ninguna batalla la haría desistir de su odio hacia el doliente abandono.

Manuel llegó a su casa, que no tenía techo, y que las hierbas ya se había posesionado. No había ni rastro de pertenencia alguna, pues todos los que pasaban por ahí, algo se habían llevado. Los años y los caminantes de las veredas habían sido dignos saqueadores. Y se volvió a sentar en el tronco de siempre, recordando la mañana de aquel llamado de Félix. Después de todo la revolución había ganado, más no su fortuna había cambiado. Ahora solo tenía ante sus ojos el esqueleto del que fuera su hogar, su cuerpo y su familia entre los muros de una vieja casucha.

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El Bastón

juan

Otra vez este viejo decrépito dejo el bastón en el sillón. Si, deben estar muy fríos, tanto uno como el otro. Ése sillón tan elegante no debe de tener nada de cómodo, aunque sus pliegues imiten la tersura de la tela. Cuando menos te das cuenta solo puedes distinguir en las penumbras el bastón recargado. O en ocasiones se lo lleva, y difieres el contorno del viejo con el bastón caminando entre la obscuridad, apoyándose entre los dificultosos pasillos. Algo busca. Y parece nunca encontrarlo. Todos aquí sabemos que es.

Este señor tiene más tiempo encerrado que yo. Dicen que gracias a él, muchos de nosotros disfrutamos de esa invención tan “maravillosa” que me permitía tener contacto con mi amado Ignacio. Cuanto lo extraño. Cuando estoy sentada viendo hacia el cielo, me pregunto en donde estará él, y recuerdo precisamente su último telegrama. No sé si le dieron cristiana sepultura, si quedó abandonado en un campo de batalla para terminar después en alguna fosa como un soldado muerto más entre todo el montón, no sé… Y yo aquí, atada a este rincón, sin poder pasar de estas rejas, soportadas con las duras columnas de roca. Mi pensamiento se pierde en las remembranzas: cuándo caminábamos sobre la calle de San Francisco[1], tomada de su brazo, sintiendo su presencia rígida, militar, pero a la vez suave y cortés. ¡Ay Nacho!

Llegábamos a La Profesa, y él hacía gala de su extraña devoción y educación. Aún con ello, no le quitaba que siempre fuera yo la que prendiera las veladoras, y hablara con el Padre Manuel para hacerle llegar todas las chucherías que bien podrían servir para sus huerfanitos. Él no creía tanto en la iglesia, pero entendía mi situación, la que lo hacía condescendiente. Después de salir de la iglesia, caminábamos otro tramo más, sonriendo, mientras escuchaba sus proezas militares: Que si la batalla de Celaya le había dado la condecoración del hombro derecho; que si el General Parrodi era un estratega experimentado; que si el plan de Tacubaya; que las reformas, y no sé cuántas cosas más. Me daba ansias dar oídos, porque de tan solo pensar que se iría nuevamente y no lo escucharía en mucho tiempo. Y mira que no lo volví a ver.

A veces mitigaba mis miedos viendo los pajarillos volar o escuchando a algunos pregoneros vendiendo en la alameda: “caramelos de espelma, bocadillos de coco” gritaban unos; “tortillas de cuajada” respondían otros, y en nada me molestaban los léperos y andrajosos acercarse a pedir una limosna. Las fuentes con su agua deliciosa, los elegantes carruajes dirigiéndose al ayuntamiento en total sentido contrario, y nosotros dos que ya caminábamos entre los árboles. Después, hablar de cualquier otra cosa.  Entonces la charla era larga y amena. No me importaba que después mi madre me regañara por andarme “exhibiendo con un sargento falto de espíritu y carente del amor a Dios” como decía de Nacho. Creo que sin la prudencia de él, bien pudimos llegar hasta el pueblo de Tacuba nomás platicando. Además, necesitaba aprovechar el más tiempo que pudiese, pues solo verle a ratos por los constantes llamados -que después me enteraba eran batallas-, se convertía en un gran pesar mío. Nunca imaginé que este lugar por donde ocurría pasear con su deliciosa compañía, sería el último donde yo iría a parar sin él.

Ya viene el viejo Juan, rengueando por la falta del bastón. Sus pasos entre la tierra me han devuelto a la penumbra lúgubre de este lugar. “Buenas noches Don Juan” se oye murmurar detrás de una pilastra. Voltea para devolver el saludo que es antecedido por una sonrisa. No sé porque no me cae. Quizá por sus tratos con los niños. A mí no se me hace correcto que esté jugando con ellos en estos tiempos, en la situación en la que nos encontramos. No es correcto. No es de Dios. Y solo basta verle a la cara para que te siga con los ojos. Con los niños lo hace. A veces cambia de posición los pies. A veces cambia el bastón de lado. Que divertidas se da. Igual eso lo distrae de su pérdida. A veces me pregunto ¿Cómo alguien que tuvo tanto dinero, puede perder así su esencia material? Pero éste momento tan perenne no nos ayuda en nada.

Ahí está ya, recargado a su pilastra toma su bastón. Se atraviesa el señor Carrera y su esposa. Quién lo diría: también soy vecina del Presidente. Es increíble esa premisa religiosa, que en ceremonia te hace jurar amor eterno. Por todos lados andan él y su esposa, tomados de la mano. Sonríen, platican, flirtean. Cuando está la familia completa, me invade la nostalgia con el recuerdo de aquellos paseos por Xochimilco con mis señores padres y mis hermanas. Y también me abraza ese sentimiento, cuando conmemorábamos la muerte de Nuestro Señor en los viernes de Dolores con ese gran altar que juntos colocábamos, para después ir a misa, y sentir en el alma el martirio que sufrió.

Al voltear hacia otro extremo veo la escena familiar de los Juárez. ¿Acaso ellos también llevarían a cabo esas actividades católicas en su casa? ¿O sería en el Palacio? Porque es bien sabido que eran algo adversos a las cuestiones de iglesia. Por eso hay quien se burla y murmura de su estadía aquí. De hecho el párroco Manuel declaraba al licenciado en sus sermones como uno de los enemigos de los representantes de Dios. Sabiendo esto es curioso verles paseando junto a la iglesia. Una vez don Francisco Zarco me platicó acerca del incidente de Loxicha, en el que precisamente al licenciado Juárez lo habían mandado a encerrar junto con varios pobladores por levantar querella contra los abusos y vejaciones de un sacerdote del rumbo. Creo que eso pudo desencadenar su desdén hacia la iglesia y sus preceptos. Para una mujer como yo es difícil entender las diferencias entre la educación devota y religiosa que le dieron sus padres, y los ideales que defienden los liberales como Nacho.

La luna los alumbra tenuemente. Don Juan y don Martín siguen platicando, mientras su esposa solo escucha. Doña Ángeles me ha volteado a ver y me saluda con un movimiento fino de cabeza. ¡Que carita de benevolencia tiene! Noble y abnegada. Don Juan se despide de la cortés pareja y continúa su recorrido ahora con el bastón, con el que golpea, rasca, perfora… La tierra es removida con una incertidumbre discreta, pero lógica. A veces lo he visto acercarse a la puerta oriente, la que nos separa del montón. Sin poder atravesarla, mira con angustia y nostalgia. Casi todos estamos seguros de que lo que busca está allá, entre todos los que deambulan en ese jardín que hiede tanto como el abandono, porque nunca más volvieron a ser preocupación para familiares y amigos. Ahí los olvidados, que después de las duras batallas quedaban sin propiedades, y por ende sin manutención para mantener sus aposentos. Ahora rondan con la mirada perdida y la incuria marcada en el rostro.

A otros ya se los han llevado. Como la esposa de don Miguel que lo fue a dejar, dicen, a Puebla. Igual si yo estuviera entera, no hubiera permitido que mi Nacho durmiera junto al hombre que lo dañara irreversiblemente. De ellos dos, doña Concha Lombardo y don Miguel Miramón, se dice que también existió mucho amor. Una vez oí decir que doña Concha se quedó con el corazón de don Miguel para guardarlo en una cajita hermosa de terciopelo morado, a la que siempre le prendía hermosas llamas en veneración del hombre que le dio nombre y familia. Tanta pasión convertida en luto, tanto dolor para no querer perder algo que no es ajeno a su amor.

Ahí viene Begonia. No me gusta platicar nada con ella, siempre se fija en todo.

-Buenas Doña Loreto- dice acercándose, sarcástica como siempre. Allá afuera y aquí adentro sigue siendo igual. Genio y figura hasta la sepultura.

-Buenas pase usted, Doña Begonia- No me queda de otra más que responder para demostrar mi educación.

-¡Qué bonito vestido!

-Es el de siempre

-Pues siempre se ve… presentable

-Gracias- e inmediatamente repongo extendiendo el terciopelo amarillo que hace conjunto con el raso inferior. En mi cabello, la mantilla negra hace juego con el encaje del resto de mi vestido. Y en el pecho, el relicario que Nacho me dio en mi santo. Hoy caigo en cuenta que es el mismo atuendo que llevé la última vez que lo besé.

-¿Sigue esperando a Nachito? Ojalá estuviera usted como Doloritas Escalante ¿verdad? Ya ve que el casi “marido” de Lafragua tanto la venía a ver que terminó por quedarse también aquí…

Entonces Doña Begonia continua incisiva, pero ya no conmigo. Distraída por el sonido del Bastón de Don Juan ahora suelta querellas contra él:

-El señor de la Granja sigue preocupado. Pues será el sereno, pero es de mal gusto escuchar su bastón, no solo cuando se pasea con él y golpea estrepitosamente la punta en los andadores, sino también cuando cava y escarba. ¡Mire cuantos hoyos ha hecho! A veces pienso que lo de su “búsqueda” es solo pretexto para molestar a los demás. Mire que si no ha despostillado las esquinas de cuantos monumentos…

Estoy de acuerdo. No lo digo, pero lo pienso. ¿Acaso aquí se puede pensar? Con los sentimientos oprimidos, con la nostalgia, si se puede. Recordar a mi Nacho, a mis papacitos, me hace añorar, y la añoranza me hace pensar: Cuando íbamos al campo con mi papá a caballo, cuando jugaba con la casa de muñecas de mi hermana Teresa, o con la pequeña vajilla de barro que me trajeran de Oaxaca. El baile en el que conocí a Ignacio, sus cartas y telegramas, que sin importar longitudes, venían llenos de dulces sonetos:

Dulce amor que alivias amargura

Contrasta tu sol mi oscuridad mundana

Para romper con la bruta soledad pagana

Que en desasosiego volvió mis desventuras

         Pero la desventura de apoderó de mí. Primero al no saber de ti Nacho. Noticias perdidas, muy vagas. Después la incertidumbre, esa que ya no te permite gozar los rojos cielos de octubre, que se engalanan con nubes rosas paseándose sobre los volcanes. Y hasta la nieve que los cubre se tiñe de calidez. Era con Nacho con quien disfrutaba de ellos, y su muerte mermó las ilusiones, que después sufrieran con el tiro de gracia la misma suerte que él: El General Gonzáles Ortega en persona, me informó que seguramente Ignacio Espinosa de los Monteros había muerto en la batalla de San Felipe del Obraje, puesto que algunos de los integrantes de la tropa que estaba a su mando reportaban haber visto como caía del caballo herido de muerte. Entre el alboroto y los vivas a la República, no encontraron su cuerpo.

No paso mucho tiempo para que mi persona fuera sede de las huestes de una cólera devastadora. Me sentí derrotada también, y la lucidez se desvaneció poco a poco, y con un dolor físico se manifestó el duelo hacia Nacho. Tenía que estar con él. Heme aquí víctima de la epidemia. Para quienes no saben del dolor de una mujer al perder al hombre amado, he quedado como una víctima de esa horrible enfermedad. Pero en realidad, no quise hacer nada para salvarme del dolor seguro de sobrevivir sin el amor de Nacho.

Begonia sigue hablando y solo la escucho terminar su monologo con un “Pero así es esto”. Con una despedida poco favorable, da la vuelta para dirigirse a su aposento.

El alba empieza a despuntar, y don Juan ha regresado para sentarse nuevamente a su escultura de sillón, y entrelazar con las piernas el bastón que tanto nos ha molestado a todos por mucho tiempo. ¿Cuánto? No lo sé… Pero por hoy su espectro ha decidido descansar de seguir buscando el cuerpo que a desconsideración ha terminado en el osario de los sentimientos reprimidos y sin dueño. Lo que sé es que tengo la esperanza de que Nacho algún día sea reconocido, y que en su historia pueda encontrarse también su cuerpo. Que exista ese bastón como el del viejo Juan de la Granja, para que consiga hallarle. Y que en su historia logre saberse que existe el alma de una mujer esperanzada en que él también acceda a descansar conmigo, en este ilustre pero oscuro y triste Panteón de San Fernando.


[1] Hoy conocida como calle Francisco I. Madero

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